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Comercio de reliquias

Antonio Muñoz Molina

La compañía Sotheby's de Londres va a subastar o ha subastado ya el manuscrito autógrafo de El gran Gatsby y una petaca plateada de whisky que perteneció a Francis Scott Fitzgerald. Más o menos al mismo tiempo, la casa rival de Sotheby's en el reino hermético y dorado del coleccionismo, Christie's, anuncia la subasta de otro manuscrito que a todos los amantesde la literatura tampoco nos desagradaría poseer, el del Viaje al centro de la Tierra, de Jules Verne, copiado a limpio por el mismo autor, con una letra impecable y cursiva, en grandes hojas de cuaderno que tiene una solvencia de hojas de actas o de contabilidad, con líneas horizontales a lápiz para garantizar la regularidad de la escritura. En el anuncio que yo vi de esta subasta se anunciaba que el precio de salida era de 250.000 dólares: no recuerdo o no llegué a leer cuánto valdrían las páginas de Scott Fitzgerald, ni el frasco plano y sin duda art-decó, en el que guardaba o escondía su viático de whisky, su dosis diaria de veneno, su licor de olvido, embrutecimiento y fracaso.A Scott Fitzgerald, el alcohol y el remordimiento, pero sobre todo el alcohol, lo mataron a los 44 años, cuando debiera haber estado a punto de alcanzar la plenitud de su vida y de su literatura. Por entonces llevaba ya al menos una década sobreviviéndose, queriendo con impotente arrojo volver de un olvido más riguroso que la muerte, tan extremo que cuando su hija quiso convencer a unas incrédulas compañeras de clase de que tenía un padre escritor fue a buscar algún libro suyo por las librerías y no encontró ninguno. Sobre ese desastre de la caída de Scott Fitzgerald se ha vertido mucha palabrería de baja calidad, la consabida retahíla de embustes en torno al malditismo y a la lucidez última y suprema de la autodestrucción: esa petaca que ahora se subasta, que ha sido o va a ser exhibida con intolerable obscenidad frente a una sala, poblada de ávidos coleccionistas, por codiciosos expertos en las artes venales de la especulación, será para ciertos mitómanos el cáliz del talento y del sacrificio de Scott Fitzgerald, la reliquia suprema de un culto que tuvo sus santuarios, sus lugares de peregrinación y sus estaciones de vía crucis en todos los bares donde aquel hombre frágil, entusiasta y perdido fue desperdiciando no sólo su inteligencia y su dinero, sino su misma vida, el caudal admirable de su inspiración.En un libro terminante y amargo, La musa sedienta, que es un estudio sobre los vínculos letales entre la literatura norteamericana y los Iicores destilados, Tom Dardis explica que Scott Fitzgerald, igual que Faulkner o. Hemingway, no bebía hasta perder el juicio por un exceso de talento o de borrascosos o heroicos conflictos personales, sino por el hecho clínico y atroz, y nada literario de que era un alcohólico, igual que tantos otros hombres y mujeres que se cruzan con nosotros o nos rehuyen la mirada y no son escritores ni cultivan ninguno de esos oficios que se asocian admirativamente con la bebida y la nocturnidad. Tom Dardis limita su indagación a la literatura, pero en las artes plásticas, sobre todo en las crónicas del expresionismo abstracto de los cuarenta y los cincuenta, las ingestiones brutales de alcohol cobran en ocasiones más relevancia que las hazañas frente al lienzo. José Guerrero, que se hizo amigo en Nueva York de todos aquellos centauros y faunos etílicos de la pintura, nos contaba en Granada, a principios de los ochenta, que él se salvó de secundarlos en la cirrosis y en el delírium trémens gracias a la sabiduría pueblerina que le transmitió en la infancia un tío suyo que se llamaba Cecilio:

-Niño, tú, cuando bebas, come, que bebiendo en ayunas es como se emborracha uno.

El más desaforado y espectacular de aquellos pintores, Jackson Pollock, del que Guerrero contaba que parecía menos un pintor que un fornido y pendenciero cowboy, se estrelló borracho en un deportivo rojo, repitiendo el modelo de inmolación automovilística inaugurado poco antes por James Dean. Si un fontanero, por poner un caso, se da a la bebida y se mata conduciendo en estado de embriaguez, a nadie se le ocurre asociar la enfermedad y la desgracia con el oficio en el que ese hombre se ganaba la vida: si el muerto es un artista, literato o actor o pintor, sus borracheras y su accidente adquieren una belleza funeral, un tenebroso simbolismo.

Habría sido siniestro que a alguien se le ocurriera presentar sobre un atril, en una sala de subastas, un faro roto o una varilla del limpiaparabrisas del coche en el que murió Jackson Pollock. No es menos sórdido que se exhiba y se ponga a la venta, y se envuelva en un resplandor de leyenda póstuma, la triste petaca de whisky de Scott Fitzgerald. Hay escritores que aspiran denodadamente y a toda costa a un inmediato triunfo comercial, a una celebridad pública de fiestas con multimillonarios y fotografías satinadas; hay otros que imaginan una gloria sólida y un poco recóndita, una apasionada confabulación de lectores a la vez incorruptibles e incondicionales: Francis Scott Fitzgerald quemó sus mejores energías en la ambición imposible de unir ambos sueños (algo semejante le ocurrió, no mucho tiempo después, a Truman Capote), y al final de su vida, creyó sombríamente que había fracasado por igual en los dos. Cómo podría haber imaginado, en la descarnada pobreza del apartamento de alquiler donde murió de un ataque al corazón, que medio siglo más tarde se subastarían impúdicamente los dos símbolos adversos de su perdición y de su gloria, el manuscrito de El gran Gatsby y el frasco de la ginebra y del whisky, sus dos únicos tesoros, las dos únicas posesiones que a lo largo de tantos años de lujo y despilfarro le pertenecieron de verdad.Esa petaca(...) cáliz del talento y sacrificio de Fitzgerald

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