Relojes
El pasado 10 de septiembre, sábado, día tibio y nublado, El País Madrid publicó un artículo denominado Horas traidoras, jaleado, a su vez, en portada con una fotografía y un pie titulado Los relojes mienten, cuya sevicia y perversidad ciertamente me echaron a perder el desayuno. Antaño fui relojero, pésimo, en opinión de mis colegas, aunque no a causa de mi impericia o falta de conocimientos, sino en razón de un exquisito tacto interior por el que siempre antepuse el respeto a la eficacia profesional. Más vale reloj acelerado que reloj esclavizado era el lema de mi taller. Pero ésa es otra historia. Lo cierto es que yo amo los relojes, que creo en ellos, que los entiendo, que conozco su naturaleza; y que no puedo pasar por alto el tinte ofensivo y hostil que Rafael Fraguas (a quien en lo sucesivo, y en virtud a mis años, me dirigiré mentalmente como Rafa) vierte sin recato en su escrito. En primer lugar, señor, conviene puntualizar que los relojes están genéticamente incapacitados para mentir. Cualquier zoólogo de cierto nivel puede certificar que la mentira es un atributo exclusivo de los humanos, y que obedece a turbios intereses psicológicos o de provecho malintencionado. Circunstancias ajenas, por tanto, al sosegado talante de esos discretos, delicados y solitarios seres llamados relojes, a quienes el autor no ha dudado en vilipendiar con el curarse de su pluma.A continuación incidiré en otro punto de crucial trascendencia: de uno u otro modo, mediante alusiones en verdad muy desagradables, recrimina usted a varios relojes madrileños su tendencia a atrasarse o adelantarse caprichosamente, acusándolos incluso de ser los causantes de distintos contratiempos, tales como citas rotas, equivocaciones, repartos perdidos y desaguisados semejantes. Bien, entendido. Permítame, sin embargo, la siguiente reflexión en forma de pregunta frontal: ¿con respecto a qué, o a quién, un reloj adelanta o se atrasa? Sepa usted, señoría, que somos muchos los que saliendo, por ejemplo, a las 11.42 de la glorieta de Quevedo podemos llegar a la Gran Vía tres o cuatro minutos antes de haber partido. Se ponga como se ponga el meridiano de Greenwich. Puede ocurrir además que para algunos de nosotros el jueves no se encuentre necesariamente entre el miércoles y el viernes, o también que enero sea un mes veraniego. Es decir, somos muchos los que nos negamos a supeditar nuestra existencia a los rigores de un orden designado por el cuarzo, y encaminado, sin duda, a sustentar el aparato establecido. Por otra parte, ninguna rotación planetaria nos dice en qué momento nos hallamos; ni aceptamos tampoco los dictámenes del calendario oficial; y, en consecuencia, no sólo estamos en contra de que se atente contra la integridad de estos relojes libres, sino que exigimos protección inmediata para ellos. Dígame monsieur: ¿sugiere usted abrirles un expediente disciplinario? ¿Ajustarles la rueda catalina? ¿Practicarles una lobotomía generalizada que los despersonalice y los condene a la perfidia de la uniformidad? ¿Limarles, tal vez, el muelle real?
En fin; qué decirle, señor Fraguas. Si este narrador tuviera pelo, su artículo, sin más, se lo habría erizado en vertical. A mis 88 años, no obstante, ni siquiera me queda el consuelo de sacar el guante y retarle a duelo; y, por ello, me limitaré a acusarle públicamente de quintacolumnista agazapado, a sueldo de oscuras corporaciones, cuyo propósito final se diría reventar los últimos reductos urbanos libertarios. Queda dicho. ¿Enmudece usted, caballero? Imagino que sí, dada la contundencia de mi réplica. Pero no es mi intención arrinconarle, sino más bien alentarle a firmar una nota de disculpa (recomendación extendida también a los editores que acogieron su trabajo) en la que queden reflejados su arrepentimiento y. congoja por el desmán
cometido. Así lo espero. Y entretanto, señor, no lo olvide: el equilibrio es la muerte. Lo dice el manual.
es escritor.
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