El virus que tiene Asunción
Hasta hace poco el virus era la coartada para describir algo ponzoñoso, tóxico, dañino: son las diferentes denominaciones de un concepto que ha pasado del latín a nuestra lengua actual. Para mejor aclaración, le pedí ayuda al viejo amigo que suelo citar, el Nuevo Diccionario Latino-Español Etimológico, cuya sexta edición (1881) firma el catedrático de Retórica y Poética del Instituto de San Isidro, de Madrid, don Raimundo de Miguel, y el marqués de Morante (don Joaquín Gómez de Cortina), rector de la Universidad de Alcalá de Henares y magistrado del Supremo. Como las desgracias, los hermanos gemelos y las curiosidades nunca vienen solos, intenté ponerme al habla con la descendiente de este prócer, cuyo título ostenta. Llamé al teléfono que figura en las referencias oficiosas. Ha debido de cambiar, pues el contestador automático me tutea y recomienda que insista más tarde. Deseaba saber si la afición por las letras y las humanidades fue transmitida con los blasones.Volvamos al virus en su más contemporánea atribución. Además de jugo nativo y vital, claramente venenoso, ha infestado el tejido de la informática, y en determinados días que los italianos han pronosticado, ataca, aniquila y destroza la memoria de los ordenadores. Me temo que aún no hemos tomado conciencia de hasta qué punto depende de ellos -los ordenadores- el destino de la humanidad, distraídos como estamos con el conflicto yugoslavo, las desventuras caribeñas y el desarreglado cataclismo demográfico del Tercer Mundo. Mientras, la casa sin barrer.
Por el momento -aquí, en Madrid- se encuentra en periodo de infiltración, espionaje y tanteo. Va por barrios, y realiza pequeñas maniobras de sabotaje en concentraciones territoriales discriminadas. No me cabe la menor duda de que ha introducido en el patio de armas de nuestra capital su caballo de Troya: las compañías de electricidad, monopolio compartido por varias sociedades.
Más claro aún, según experiencia personal: en el transcurso del mes de septiembre, generalmente fuera de horario continuado de trabajo, se han producido misteriosos apagones en algunos distritos. Se va la luz, nos acercamos al lugar donde se encuentran los controles domésticos para averiguar si ha saltado un plomo; salimos al rellano de la escalera en busca de consuelo en el mal de muchos: no funcionan el ascensor ni la luz de la escalera. En la calle, lejano resplandor y penumbra inmediata. Parece un vulgar apagón que ha destruido tres horas de trabajo en mi anticuado ordenador. Hirviente de ira, llamo a la compañía suministradora para conocer la magnitud del desperfecto. Han pasado seis o siete minutos y la luz se hace, súbita y silenciosa.
Sucede lo peor, comunicado por la voz amable y cortés de una telefonista: no hay aviso de avería ni novedades en los servicios técnicos del sector; nadie ha reclamado. Pienso en los seis folios perdidos y en el misterio del cuarto amarillo mientras cuelgo y doy las gracias desmayadamente.
Ha vuelto a suceder, y en dos de las ocasiones vi desvanecerse mi tarea en la verdosa pantalla. ¿No les ha ocurrido en un banco, oficina o establecimiento que la interrupción del fluido paralice toda actividad e impida cualquier operación urgente? Lo malo, en los tiempos que corren, es que ya no se puede reclamar al maestro armero, ni a los padres, y el Defensor del Pueblo se encuentra al nivel de los Reyes Mayos en el crédito ciudadano. Las compañías de la luz, confortable e irresponsable oligopolio, se llaman de distinta manera, y todas ellas, andana.
Es casi el crimen perfecto, sin pruebas, rastro ni provecho. Como el vino que tiene Asunción, ni blanco ni tinto y descolorido. Me cuesta trabajo pensar que sea un percance gratuito; aquí hay gato encerrado. Cumplo con un deber patriótico avisando. Para fastidiar al virus imprimo cada hoja una a una y, si me da tiempo, las incorporo a la memoria. ¡Para que se j... el ordenador! Eugenio Suárez es escritor.
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