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Río arriba en el 'blues'

Antonio Muñoz Molina

En la emoción del blues late siempre una poesía del viaje, una desolación quejumbrosa y una esperanza de búsqueda sin destino preciso. Suele decirse que su ritmo imita el de un tren lento y arcaico, y hay muchas letras de blues en las que aparecen trenes o que tratan de huidas en tren: un hombre se despierta una mañana temprano y descubre que su mujer lo ha abandonado, y toma enseguida un tren para buscarla; otro va a buscar a la suya a la estación y no la encuentra, y un pasajero le dice que se ha bajado en la estación anterior. Sin duda hay trenes en los blues porque el tren tuvo siempre una presencia muy poderosa en la imaginación popular, y porque en los años veinte y treinta, en el sur de Estados Unidos, era el transporte de los pobres, el símbolo del viaje verdadero o soñado: los trenes de los blues llevan a mujeres infieles que huyen y a hombres que las buscan, y a trabajadores empujados por el desempleo y la pobreza a la gran migración a las ciudades industriales del Norte, pero también son trenes lejanos que alguien inmóvil oye pasar de noche, esos trenes de carga americanos cuyo estruendo monótono puede durar varios minutos.El blues tiene un ritmo de tren, o de viaje por un río, o de caminata obstinada (una de las mejores canciones del gran Robert Johnson se titula Walking blues): también se dice que es el sonido de los pasos humanos el origen de todos los ritmos. Al principio de Luz de agosto, que es una de las novelas con más poesía y más dolor de William Faulkner, una mujer que lleva días viajando a pie por los caminos polvorientos del verano se para un rato a descansar y escucha primero y luego ve acercarse un carro tirado por un mulo, y todo ese arranque del libro tiene el ritmo y el rito del blues, una polifonía de pasos, de sonidos lentos de viaje, los pasos de la mujer embarazada, los cascos del mulo y el crujido de las ruedas, las palabras que ella piensa y las que van contándonos la historia con una cadencia de palabras de blues.

Según el folclor de los bluesmen, los más grandes guitarristas llegaron a serlo después de acudir a ciertos cruces de caminos particularmente solitarios en los que aguardaba un caballero vestido de negro que era el diablo, y que les enseñaba los secretos del blues a cambio de la entrega del alma. La velocidad prodigiosa con que Robert Johnson movía los dedos sobre la guitarra la atribuían algunos al influjo de un pacto diabólico, así como las circunstancias oscuras de su muerte en plena juventud, en medio de esa gloria de proxeneta o de gánster que muestran sus últimas fotografías: trajes de rayas, sombreros ampulosos de fieltro, anillos, botines relucientes.

Dice Eric Hobsbawni que el blues es el corazón del jazz, la tierra firme de la que éste nutre su fuerza, como el gigante Anteo: el blues es el río originario no sólo del jazz, sino de casi toda la música popular de este siglo, porque sin él no habrían existido las canciones negras cantadas por el blanco Elvis Presley, ni el rhythm and blues que John Lennon y Eric Burdon escuchaban en su adolescencia en las ciudades obreras y portuarias de Inglaterra, ni la ferocidad y el descaro de los Rolling Stones, que aprendieron enseguida a hacerse ricos copiando las canciones de bluesmen negros que seguían siendo pobres. La música pop más áspera y radical de los últimos sesenta es una derivación del blues. junto a ciertas máquinas de discos, en algunos bares de las ciudades españolas de provincias, había siempre adolescentes que imaginaban viajes escuchando el Swnmertime desquiciado de Janis Joplin o el Roadhouse blues de Jim Morrison.

Es probable que así escuchara Eric Clapton los discos de blues en su adolescencia pobre y británica, y que imaginara los lentos trenes y las carreteras de un país que no había visto nunca, tan remoto para él como

-para nuestro Luis Cernuda cuando escribió a principios de los años treinta aquel poema que lleva un título inconfundible de blues: Quisiera estar solo en el Sur. El blues es una queja o un estado de ánimo o una declaración de infortunio, pero siempre es también una invitación al viaje, al tránsito hacia algo, hacia una plenitud de porvenir o regreso.

Yo escucho estos días el último disco de Eric Clapton, From the cradle, que es una colección de blues, y me parece que soy lentamente arrastrado en el mismo viaje que emprendieron los múicos mientras tocaban, inducido por el piano y la batería y el bajo y la guitarra y su voz ronca y obstinada a una travesía que es al mismo tiempo caminata y huida o búsqueda en tren o descenso por las aguas solemnes y poderosas de un río, el gran río de la memoria de los blues.

Pero voy comprendiendo que para Clapton se trata de un viaje río arriba, hacia lo más originario y oscuro, hacia una tierra prometida que es el manantial más puro de la música que ha amado y ha practicado siempre. Frente al peterpanismo decrépito de Mick Jagger, que saca la lengua y se manosea la entrepierna en público en una parodia de lo más soez de su propia juventud, Eric Clapton afirma con su sola presencia la dignidad de ir envejeciendo, el privilegio triste de haber sobrevivido a los peores estragos del sufrimiento y del error. Él mismo dice que tocar blues es para él una terapia, una forma de expiación y de curación moral. Escuchando esa voz que tiene ahora, esa manera entre delicada y bronca de tocar la guitarra, uno se pregunta si en algún momento de los últimos años no habrá viajado Clapton a cierto lugar del sur de Estados Unidos, si no habrá peregrinado a pie hasta cierto cruce de caminos en el que a cambio de su alma ha obtenido el conocimiento de la médula secreta del blues.

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