¿Por qué una tensión hispano-marroquí?
El autor advierte sobre la tensión generada en la opinión pública de España y Marruecos por el atentado de Marraquech y la aprobación de los estatutos de Ceuta y Melilla
El verano de 1994 ha incubado gérmenes de tensión en un país, Marruecos, que disfrutaba de una estabilidad creciente. El atentado contra el hotel AtlasAsni de Marraquech, en el que murieron dos españoles, ha revelado lo que la prensa marroquí denomina un "compló para la desestabilización", y ha creado en nuestro país una psicosis sobre los temores de inseguridad por la vecindad y convivencia con el mundo islámico. Una cierta tensión hispano-marroquí ha surgido dando como inmediato resultado la cancelación, de viajes turísticos por temor a nuevos atentados. No pocas personas que me han transmitido su inquietud por lo que ven como, el comienzo de una escalada inevitable, haciendo una amalgama peligrosa entre mundo islámico-integrismo-terrorismo que no sólo está fuera de lugar y de contexto, sino que revela la envergadura de unos prejuicios que yacen en el subconsciente colectivo sobre el moro.Otro ingrediente de tensión atañe a Ceuta y Melilla. La discusión de los estatutos de autonomía para estas ciudades ha creado una expectación entre las fuerzas políticas marroquíes, convencidas de que dichos estatutos modificarán su status y están redactados para dar un paso más en su españolización. Si contrastamos la algarabía nacionalista suscitada en la prensa marroquí con la no menor que ha llevado al cierre de comercios en Ceuta el 14 de septiembre, no podremos ignorar que se trata de un dato más de una tensión que no beneficia a nadie.
¿Ignora la opinión española que Marruecos tiene como línea de acción prioritaria en su política exterior la voluntad de un partenariado con la Unión Europea y con España en particular? ¿Se conoce la envergadura del proceso político marroquí que, desde la promulgación de la Constitución de 1992, ha llevado a una mayor transparencia en las relaciones entre el poder y la oposición, que ha llegado hasta proponerle ofertas sustanciosas de gobierno? ¿Se valora lo que supone que a escasos tres años de la destrucción de la terrorífica prisión de Tazmamart se derogue el decreto arbitrario de 1935 que daba plenos poderes a la autoridad administrativa frente a los indefensos ciudadanos y se liberen a los más de 400 presos políticos y exiliados que festejan ahora públicamente su amnistía? ¿Se calcula lo que puede suponer el reconocimiento de la diversidad lingüística de las diferentes regiones que ha llevado a la promoción en enseñanza y televisión de una lengua vernácula como el beréber hablado por un 40% de la población marroquí?
Cabría también ahora preguntarse si la opinión marroquí conoce la realidad de Ceuta y Melilla. Si no cabe duda de que alimentan el contra bando de todo tipo de productos, lo que, dicen expertos como Fuad Zaim, inhibe el desarrollo de la in dustria local, tampoco cabe duda de que supone el ganapán de muchos millares de familias que viven de ese contrabando, re duciendo el paro en démico de las zonas fronterizas, de las más desfavorecidas de Marruecos. Nadie en Marruecos se pone a analizar pública mente las sutilezas de lo que los estatutos constituyen en realidad, quedándose en análisis fáciles del tipo de que "todas las disposiciones están tomadas para la hispanización definitiva de los enclaves" (L'Opinion del 9 de agosto), presentándose el hecho como una maniobra en "un momento bien escogido por los españoles": vacaciones, proximidad del referéndum saharaui, "debilidad de la nación árabe..." Menos aún interesa a nadie si los estatutos son del agrado o no de ceutíes y melillenses, o si estos dos colectivos difieren, como es el caso y por razones diversas, en su apreciación de los proyectos. A nadie, pues, beneficia la intoxicación nacionalista que por ambos márgenes de la frontera puede avivar la irracionalidad de una tensión hispano-marroquí. Los ceutíes deben comprender que su situación geográfica, de la que por otra parte viven, es singular, y no pueden ignorar lo que ciertas actitudes intransigentes pueden provocar en el vecino país. Es esta estrategia de la tensión la que puede facilitar, incluso precipitar, lo que ellos consideran la "entrega" o abandono", como han demostrado Casi todos los procesos de descolonización.
Los opositores marroquíes, que también usan la reivindicación de estas ciudades como subterfugio para obligar al poder a ceder en otros terrenos, deben saber leer entre líneas el encaje de bolillos que los partidos españoles han bordado para no provocar directamente -con una asimilación burda de Ceuta o Melilla a las demás comunidades autónomas- a los vecinos del Sur, sin que ello suponga "abandonismo" ni violación de la Constitución.
El juego político de la hora no es para Marruecos modificar la naturaleza de un compló urdido por el exterior, sino avanzar rápidamente hacia la conversión en un Estado, de derecho. Sólo la democracia es el conjuro contra la desestabilización. La tentación de juzgar una amenaza exterior (que por de pronto sólo personifican en los servicios secretos argelinos) como una razón de peso para estimar que las reformas deben aplazarse, no sólo sería un error sino que privaría al poder de la legitimación que los cambios democráticos le otorgarían.
La instrumentalización nacionalista del estatuto (por ceutíes o marroquíes) sería el más grave error que pueda cometerse en una situación como la actual. El estatuto no debe ser considerado como un arma para la españolización de las ciudades, pero no será la letra del mismo la que permita o impida, la marroquinización futura de aquéllas (Ifni y el Sáhara fueron provincias españolas, y Argelia, departamento francés), sino las relaciones armoniosas entre Gobiernos y pueblos que vivan en libertad.
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