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Tribuna
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La diferencia

En la introducción a un libro colectivo sobre Los catalanes y el poder, Xavier Vidal-Folch expresaba hace unos meses la creencia de que el viejo nacionalismo español era sólo un rescoldo, insuficiente para avivar los fuegos de la intolerancia, y para abrasar en sus hogueras al pluralismo cultural y lingüístico del Estado de las autonomías. Como recuerda Joan B. Culla en el mismo volumen, ese centralismo excluyente -hipotéticamente desvanecido- sesgó territorialmente el reclutamiento de las élites políticas incluso antes de que surgiese el nacionalismo (excepción hecha del breve -periodo cubierto por la revolución de 1868 y la I República). Entre los centenares de ministros de la era isabelina, sólo hubo siete catalanes; entre los 250 del reinado de Alfonso XII y de la Regencia, únicamente tres; entre los 180 que juraron su cargo entre 1902 y 1914, ninguno.Con tales precedentes, la inclusión de socialistas catalanes en los sucesivos Gobiernos de Felipe González, las aportaciones nacionalistas al consenso constitucional y los acuerdos parlamentarios de CiU con el PSOE parecieron dar la razón a quienes consideran como un episodio cerrado el extrañamiento de Cataluña respecto a la política española. Sin embargo, la experiencia de estos meses hace temer que esas campanas optimistas repicaron demasiado pronto. El apoyo dado por CiU al Gobierno socialista, necesitado de sus 17 diputados para completar la mayoría que los 159 representantes que el PSOE no pueden alcanzar en solitario, puso en marcha una ofensiva, desde babor y estribor, para romper tales acuerdos y provocar la convocatoria de elecciones anticipadas.

La hostilidad sincronizada del PP y de IU, localizada formalmente en el ámbito de la lucha partidista, se ha deslizado en la práctica hacia una pugna de carácter territorial; los demonios de la polémica han despertado de su letargo a los estereotipos y prejuicios alimentadores del anticatalanismo más mostrenco. Mientras la política lingüística de la Generalitat es descrita como un intencionado genocidio cultural del castellano, la cesión del 15% del IRPF para la financiación autonómica y las negociaciones en curso sobre los Presupuestos Generales del Estado son presentadas como la prueba irrefutable de que el Judas socialista está trasvasando indebidamente a Cataluña treinta monedas de plata pertenecientes al resto de los españoles. No sólo el PP alienta los agravios comparativos del Sur contra el Norte y juega con las emociones ligadas a la lengua materna; los guerristas, dentro del PSOE, y el sector mayoritario de IU también se explotan esa cantera a cielo abierto de argumentos populistas.

Con su inimitable acoplamiento de ignorancia osada y afectación endomingada, Anguita ha ensuciado a Jordi Pujol con una humillante equiparación histórico-personal: la identificación que solía hacer Franco entre su régimen y España sería intercambiable con la afirmación del presidente, de la Generalitat según la cual los insultos contra CiU por sus acuerdos con el Gobierno están siendo percibidos como una ofensa no sólo por los nacionalistas, sino también por el, resto de la población de Cataluña. El desliz de Anguita ha puesto al descubierto un profundo agujero negro en su ideología política, apenas oculto bajo un superficial barniz de retórica democrática. Porque la pequeña diferencia obviada por esa vejatoria comparación es que Jordi Pujol (encarcelado durante varios años por defender las libertades contra Franco) no ha llegado al poder a lomos de un golpe militar, sino gracias al 46% de los votos obtenidos en unas elecciones libres; un porcentaje que posiblemente recibiera el refuerzo del PSC (27,52%), ERC (7,96%) e IC (6,51%) para oponerse a las nuevas variantes del esencialismo españolista, disfrazado -como las destrozonas del carnaval- de nacionalismo democrático por los guerristas o de internacionalismo proletario por el sector mayoritario de IU.

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