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La mala conciencia

Juan José Millás

Un carnicero amigo me contó que un día abandonó el establecimiento para cortarse el pelo en la barbería de al lado, y mientras estaba fuera llamaron por teléfono preguntando por él de parte de la policía.-¿Qué querían? -inquirió algo preocupado a su mujer, que hacía de cajera y atendía el teléfono.

-Hablar contigo. Dijo que era el inspector González y que volvería a llamar. ¿Has hecho algo?

El carnicero no había hecho nada, pero sabía que no hay ciudadano que bien investigado no merezca 10 años de cárcel, de manera que, mientras intentaba concentrarse en el descuartizamiento de una ternera que acababa de entrar por la puerta de atrás, iba repasando su vida para ver si encontraba en ella algo que pudiera interesar a un inspector. Hombre, es cierto que poseía ciertas inclinaciones criminales, pero, las sublimaba acuchíllando con técnica a los cerdos y colgándolos de un gancho por el cogote. Nunca había necesitado matar fuera de casa como otros, pues con los animales que desfilaban semanalmente por su trastienda saciaba de sobra estas inclinaciones. Peor resueltas tenía sus necesidades sexuales, pues su mujer, la cajera, decía que cuando iban a hacer el amor se le venía la imagen de él con el cuchillo de descuartizar en la mano y se le quitaban las ganas. O sea, que las urgencias venéreas sí las tenía que resolver fuera de casa, pero, el adulterio ya no era un delito. Por otra parte, se hallaba al corriente de sus obligaciones fiscales y su establecimiento cumplía todas las reglamentaciones sanitarias vigentes. A lo mejor su carne tenía un poco de clembuterol en los tejidos, pero el clembuterol no lo ponía él, sino el sistema: en eso era una víctima del sistema, como Mario Conde.

De súbito se acordó de que en el mostrador tenía una calavera humana de plástico, aunque la verdad es que parecía de hueso: se trataba de una broma que por lo general no sentaba mal a sus clientes. Además, si a los filósofos y a los poetas se les permitía tener restos humanos sobre su mesa de trabajo, no comprendía por qué no a un carnicero, que al fin y al cabo estaba más cerca que ellos, los filósofos y los poetas, de las verdades últimas de la existencia. De todos modos, pensó que aIguien podía haber denunciado este detalle poético a la policía y decidió retirarlo del mostrador.

Transcurrieron 15 días sin que se repitiera la llamada; durante esas dos semanas el insomnio y la angustia se aliaron en el interior de la conciencia de mi amigo para hacerle polvo. Acuchillaba sin saña los cerdos y pedía perdón a los conejos antes de arrancarles la piel, por si acaso. Además, tampoco cometió adulterio durante esa temporada. Pese a ello, su sentimiento de culpa no dejaba de crecer. Finalmente, un día de la tercera semana decidió entregarse. Así que fue a la comisaría más cercana y dijo que él era el carnicero a quien había llamado por teléfono el inspector González.

- Qué bien -dijo el inspector- otro testigo.

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- Otro testigo ¿de qué? -preguntó.

Le explicaron entonces que un falso inspector había estado llamando a los establecimientos del barrio pidiendo a sus propietarios que se anunciaran en una falsa revista de la policía. Cayeron todos en la trampa menos el peluquero, que por alguna razón no tenía mala conciencia, y denunció el sutil chantaje. Mi amigo respiró hondo, pero de todas formas preguntó al inspector si tenían una revista, al objeto de contratar unos módulos. Desde entonces ha recuperado el placer de acuchillar terneras y de cometer adulterio.

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Sobre la firma

Juan José Millás
Escritor y periodista (1946). Su obra, traducida a 25 idiomas, ha obtenido, entre otros, el Premio Nadal, el Planeta y el Nacional de Narrativa, además del Miguel Delibes de periodismo. Destacan sus novelas El desorden de tu nombre, El mundo o Que nadie duerma. Colaborador de diversos medios escritos y del programa A vivir, de la Cadena SER.

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