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Los huesos del pintor

Era aposentador mayor de palacio, también había sido ayudante de cámara, empleos ambos de mucho quehacer y de mucha confianza para la Casa Real. Domésticos trabajos de un alto funcionario, de un hombre querido y respetado por la primera familia, por la real familia de su majestad Felipe IV. Se podía decir que aquel muchacho sevillano, el de inciertos antepasados hebreos, había triunfado en la Corte. Trabajaba en palacio y vivía muy cerca, con atravesar un pasadizo llegaba a su casa, en la plaza de Oriente.Estamos en los últimos días de julio, en el Madrid canicular de 1660, nuestro hombre regresaba de un viaje de trabajo de la isla de los Faisanes, en las costas de Fuenterrabía, pero el viaje preferido del alto funcionario, su escapada deseada, era a tierras de Italia, a la Roma de Inocencio X. Allí, lejos de su trabajo madrileño, le esperaban otros amores, otros colores; allí le gustaba dilatar sus paseos por la Villa Médicis. Intentó recuperarlos al final de su vida; el rey, su señor, no le concedió el permiso. Nunca dejó de recordar aquellos sus secretos jardines.

Por su mirada habían pasado toda clase de seres humanos. En los que su mano se detuvo la historia se ha quedado parada. Inmortales hizo a los tontos, los enanos, los bufones, los borrachos, los sátiros, los papas, los infantes, las viejas, las mulatas, las monjas, los esclavos, las hermosas, los caballos, los poderosos, los perros, las tapias, los espejos, a su propio rostro o a los reyes. Pintó la demencia y la pureza, la mitología y la realidad. Dio forma al enigma, lo hizo pintura.

Murió un mes de agosto, unos días después de haber sentido la llamada mortal en su casa, en la plaza de Oriente. Fue enterrado vestido y con su insignia de la Orden de Santiago, con sombrero, espada, botas y espuelas, en la muy cercana parroquia de San Juan Bautista; en una bóveda de aquella iglesia dieron descanso a sus huesos. Hoy no se conservan ni la tumba ni la iglesia. Lo que fue su última residencia es hoy la plaza de Ramales, plaza nacida de los derribos que José Bonaparte hizo para reformar la zona. Es una de las más tranquilas plazas del Madrid de los Austrias. En esa pequeña plaza nace la calle de la Amnistía; por cierto, en una esquina de aquella calle con la de Santa Clara una noche de Carnaval un hombre de 28 años se pega un tiro. Una mujer no se detiene con el ruido, se escapa por aquellos callejones. Aquí yace la esperanza, dijo una vez el suicida. El tiro de Larra es el símbolo de algunas de nuestras derrotas. Su muerte conmovió los enterrados y vecinos huesos de Velázquez.

Pero ninguna muerte cercana, ningún ruido tan inútil, ningún destrozo mayor han conocido los huesos del pintor como el que conocieron un día de verano casi cuatrocientos años después de que sus huesos buscaran descanso bajo esa plaza. En el centro de la plaza hay un monolito que recuerda los huesos perdidos de Velázquez. Los salvajes de la plaza de Ramales consiguieron matar a unos cuantos vivos e inocentes paseantes de esa plaza. El monolito que recuerda al pintor no se inmutó. Hay muertos que superviven a todas las barbaries. Hay muertos que siempre estarán vivos.

Cuando Inocencio X contempló el retrato que el pintor le hizo, exclamó: "Troppo vero". Demasiado real era la imagen que tuvimos que soportar antes de las vacaciones de agosto, demasiado real para olvidarnos de su horror vacío de sentido. Pero uno, ahora que se vuelve a poder pasar por esa plaza, no quiere que ese exceso de realismo brutal borre una palabra como la de amnistía de nuestro futuro. Me niego a conformarme con que unos pocos nos hagan repetir eso de "aquí yace la esperanza". Ni la esperanza ni el arte se pueden asesinar con amonal. Pueden remover los huesos de Velázquez; nunca podrán doblegar su verdad. No se puede escupir sobre su tumba. Troppo vero.

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