Ver y mirar
Peregrina uno, como cada verano, a algún santo lugar estético, y ya están allí los exégetas, cabeceando abrumados ante la panorámica. Hacen una antesala de solemnidad y enseguida se entregan a sus y prosopopeyas: "Fijaos en la tonalidad tan cálida de aquel azul", "observad allí los reflejos del río, y cómo parecen una acuarela impresionista", "¿no notáis en torno como una espera pasiva, sólo rota por la tensión dinámica del camino y del río?", "¡qué luz!", ¡qué paz"! "¡qué cosa!". Por la tarde, uno vuelve a encontrarlos ante una catedral, comentando en directo la levedad de los pináculos y el horror iniciático de las gárgolas, y a partir de ahí, si alguien los sigue por el laberinto sonoro, los oirá disertar sin tropiezos, y con la misma grave competencia (cualquiera diría que también ellos pescan con volantas y redes pelágicas), sobre las propiedades del plutonio, sobre el radicalismo islámico, sobre Júpiter, sobre Cuba, sobre los fondos de reptiles, sobre el fin de la historia, sobre el folclor, sobre Dios.Son momentos de éxtasis, de exaltación gozosa de la identidad en estos tiempos en que el ejercicio de la opinión se ha convertido en culto y todo parecer es válido por el mero hecho de haber sido expuesto, como si su valor no dependiese de sí mismo, sino del acto de libertad de que orgullosamente es oriundo. Y aún sucederá que, cuanto más aparatosa e indiscreta sea la ocurrencia, más resaltará el fondo de libertad que la apadrina, con lo cual no hay necedad que no se beneficie supersticiosamente tanto de la nobleza de su cuna como del derecho propio de toda opinión a acogerse en último extremo a lo sagrado del relativismo.
Ya puede alguien razonar con buenos y bien hilados argumentos, que como el necio diga: "Esa es sólo su opinión" (en el mismo tono en que podría decir: "Mi dinero es tan bueno como el suyo") las espadas quedan en alto como por arte de birlibirloque. Al igual que en el olimpismo, diríase que lo importante no es la calidad del juicio, sino el desenfado y el empeño que se ponga en el juego. 0 acaso ocurre como en aquel viejo chiste de Máximo que representaba una escena de esparcimiento campestre sobrevolada por un avión con una cola publicitaria donde se leía: "Domingo patrocinado por UCD". Con esa misma contundencia absurda podría acreditarse también cualquier lindeza: "Opinión patrocinada por la democracia y la libertad".
Este delirio de declaraciones y parlerías blindadas, a uno le recuerdan inevitablemente aquella escena tan kafkiana en que Rossmann, el protagonista de América, observa desde un balcón el espectáculo, para él insólito, de un mitin electoral. "¿No quieres mirar a través de los gemelos?", le pregunta Brunelda. "Veo bastante" dijo Karl. "Pruébalo, pues", dijo ella, "así verás mejor". "Tengo buena vista", respondió Karl; "lo veo toldo". Brunelda, sin embargo, no sólo le pone a Rossmann a la fuerza los gemelos ante los ojos ("si no veo nada", se defiende él), sino que gira y gira el tomillo de enfoque, convencida de las grandes ventajas de su. ofrecimiento. "¡No, no, no!", exclama Karl, pero como ella continúa obstinada en auxiliarlo, él decide fingir que se aplica a los anteojos, mientras disimuladamente mira a la calle por debajo de ellos.
Uno piensa a veces que ése es un buen remedio para no perderle el hilo a la realidad, y no sólo ante los comentaristas del paisaje, sino también ante la legión de columnistas y hablistas que nos ofrecen cada día sus anteojeras para mejorar nuestra visión directa de las cosas. Como Rossmann, también yo digo: "No, no, tengo buena vista; lo veo todo", y atisbo por debajo de los impertinentes retóricos que me brinda el autor.
Esa escena de Kafka me trae a su vez a la memoria un pecio del último libro de Ferlosio, donde se distingue entre "ver" y "mirar". "Ver" es un impulso puro y directo, casi animal, muy próximo a la acción, en tanto "mirar" supone una actitud pasiva y analítica, de extrañamiento intelectual, por la que el campo, por ejemplo, se convierte en paisaje. A mí lo de "mirar" me sugiere cómicamente la táctica de echar un paso atrás y tomar esa distancia conjetural y asombradiza del detective que busca pistas en el escenario de un crimen o, como soy profesor, la del profesor avisado ante un poema, dispuestos ambos, perros viejos al fin, a no dejarse engatusar por la aparente inocencia de las palabras y las cosas.
Es sabido que los campesinos y los niños no tienen conciencia retórica de la literatura. Convertir el campo en paisaje y el poema en estruendo estilístico (que eso es, por cierto, lo que han conseguido los malditos comentarios del texto al uso), es uno de los objetivos de la pedagogía y acaso el logro más preciado por los tribunales que juzgan la destreza intelectual (o madurez, como también suele decirse) de los estudiantes.
Ese afán hermenéutico resalta especialmente cuando la vida irrumpe en los medios sin un salvoconducto ideológico que permita acuñarla en opinión. Son episodios cuya desnudez doctrinal los emplaza casi siempre en las secciones de sucesos, en calidad de anécdotas más o menos dramáticas sobre las que apenas nada puede decirse, nada añadirse al enigma de su propia y última elocuencia. Cuando la degollina de Puerto Hurraco, uno recuerda lo fino que tuvieron que hilar los editoriales y charlistas para encajar los hechos en el género de opinión, y cómo finalmente se resignaron a calzarles coturnos a los personajes y a invocar a esa musa de guardarropía que es la fatalidad del profundo sur. Y es que toda noticia de impacto ha de enmarcarse doctrinalmente, no siempre con el ánimo de esclarecerla, sino por la misma razón por la que los objetos de precio deben venderse con su estuche.
Pero uno sabe que, del mismo modo que el comentario no debe suplantar al texto ni el medio al mensaje, hay hechos que se entienden mejor viéndolos que mirándolos. Hechos que poseen la significación soberana y furiosa de su propio y simple acontecer y que, como en las buenas novelas, tienden a empobrecerse ante cualquier intromisión especulativa por parte del autor.
Quizá lo que está ocurriendo ahora en Cuba pueda venir al caso. Hay periodistas que parecen haber proyectado en su quehacer una secreta frustración de rectores políticos. Algunos, con impasible mentalidad de estadistas, no han dudado en pedir el bloqueo salvaje y total de la isla. Otros, luciendo de filósofos de la historia, se han abismado en análisis que se quiebran de tan sutiles. Otros han antepuesto su rencor ideológico a la mera piedad. Pero así como los bachilleres debieran aprender a asomarse al poema- por debajo del cristal retórico que los profesores acostumbramos a ofrecerles, uno también a veces procura fisgar disimuladamente por debajo de las anteojeras de los exégetas y mandatarios para purificar los ojos y no olvidar que, por importante que sean los designios de la alta política, lo más significativo está de momento en la desesperación de los que una vez más han de sufrir al monstruo de la historia.
Al fin y al cabo, no hace falta mucha perspicacia para reconocerlo: son los parias de siempre, los que ahora se afanan alrededor a una balsa y, en otros tiempos y lugares, en tomo a cualquiera de esos despojos y miserias que César Vallejo abrevió para siempre en un verso: el cadáver de un pan con dos cerillas. Quién sabe: quizá esa mirada inmadura nos ayude a comprender de golpe, con la misma precisión deslumbrante con la que el poeta sabe nombrar las cosas, las razones sencillas e infalibles del corazón, antes que las de los Estados.
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