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Reportaje:

Kaliningrado, comercio o tanques

La antigua Prusia Oriental se enfrenta a la disyuntiva de convertirse en base militar rusa o en epicentro económico

Pilar Bonet

Alemanes fugitivos de las regiones conflictivas de la antigua URSS se instalan entre las ruinas de granjas, molinos y establos que en otro tiempo animaron las suaves colinas de Prusia Oriental, hoy la provincia rusa de Kaliningrado. Este enclave báltico, que limita con Polonia y Lituania, fue conquistado por las tropas soviéticas en 1945 y, en virtud de los acuerdos de Potsdam, pasé a formar parte de la URSS. Al desintegrarse aquel país, Kaliningrado ha quedado separada del resto de Rusia por Lituania y Bielorrusia, y la nueva situación geoestratégica condiciona el futuro de la zona, que está ante la disyuntiva de convertirse en una plaza fuerte militar rusa en el corazón de Europa o abrirse económicamente al resto del continente.Las autoridades de Kaliningrado no fomentan especialmente la emigración alemana, disuelta en los enormes flujos humanos que se mueven por el espacio exsoviético. Los alemanes que llegan aquí proceden sobre todo de las zonas de Asia Central y, en parte, han venido en busca de sus raíces culturales.

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Leo Férenc, director de la sociedad de cultura alemana Eintracht en la ciudad de Kaliningrado (Königsberg), calcula que el número de emigrantes alemanes es de unas 12.000 personas, de las cuales algo más de 4.500 están catalogadas como alemanes en los antiguos pasaportes soviéticos. El viceprimer jefe del Gobierno de Rusia, Serguéi Shajrái, estima en 17.000 el número de alemanes de la zona, cuya población ronda el millón de habitantes. La dinámica de la emigración queda indicada en el hecho de que en 1979 residían aquí unos 1.200 alemanes.

Los refugiados se instalan en habitáculos destartalados, que antes pertenecieron a los koljoses y los soyjoses, las granjas y haciendas colectivas que negligentemente han dejado derrumbarse los sólidos edificios alemanes sin construir nada nuevo.

En un establo del pueblo de Cheriómujovo, vive la familia Deutsch, una pareja y tres hijos llegados de la república asiática de Uzbekistán. "Vinimos a esta antigua tierra alemana porque queríamos salir de nuestro aislamiento cultural", señala Ala Deutsch, cuyo esposo en paro colabora en la restauración de la iglesia más cercana, utilizada todavía como granero. Una comunidad luterana de Rostock, en Alemania, ayuda a pagar las obras.

Los vecinos, los Willer, son siete de familia y han venido de Siberia. El decano es el abuelo Pável, que fuera deportado a aquellas regiones en 1943 y cuyos antepasados, según dice, vivieron en Königsberg. Tienen una cuenta de ahorros de 3.000 marcos donados por una entidad caritativa alemana. Del norte del Kazajstán ha venido Iván Schmidt, que es hijo de uno los habitantes de la República Alemana Soviética del Volga, disuelta en 1941, al producirse la invasión nazi.

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La visión de Kaliningrado como región heredera de aquella república desagrada a Friedemann Höcker, un empresario que antes fue diplomático de la República Democrática Alemana y que hoy es codirector de la sociedad cultural Eintracht. "El problema de los alemanes es una carta en manos de las fuerzas políticas conservadoras de Rusia que periódicamente lo sacan a colación", señala.

Tras la desaparición del mapa de uno de los dos Estados alemanes surgidos tras la II Guerra Mundial, el equilibrio territorial de la zona del ex Báltico, soviético se percibe como algo volátil, por más que los dirigentes occidentales, como el jefe del Gobierno británico, John Major, durante una reciente visita a las repúblicas bálticas, se empeñen en tranquilizar a Moscú reafirmando que Kaliningrado es, sin duda alguna, territorio ruso.

El choque de intereses entre la población de Kaliningrado y la razón de Estado puede ser un factor de inestabilidad más importante que los turistas alemanes que llegan desde 1990. Los pobres de Kaliningrado tienen la palabra Frau en la boca cuando se dirigen a las ancianas nostálgicas que apenas reconocen las señas de identidad destruidas en los bombardeos de 1944.

A diferencia de Polonia, Alemania no tiene consulado aún en Kaliningrado, y las inversiones alemanas siguen en importancia a las polacas y las lituanas. La fría actitud institucional alemana contrasta con las iniciativas particulares, el interés turístico, los envíos de ayuda humanitaria y la presencia permanente de un pastor luterano, que los domingos celebra oficios litúrgicos en un teatro alquilado.

En 1991, cuando Yeltsin recababa el apoyo de las regiones rusas, Kaliningrado consiguió el rango de zona económica libre. Las exenciones fiscales han sido neutralizadas por las tarifas y peajes que las mercancías que entran o salen de este enclave se ven obligadas a pagar en Lituania. Este país, según dicen en Kaliningrado, cambia arbitrariamente las condiciones para transitar por el corredor que, hoy por hoy, es la única vía de comunicación terrestre con Rusia.

Los peajes lituanos son una pesada carga para desarrollar los puertos civiles, básicos para Rusia después de la pérdida de los puertos de Tallin, Riga y Klaipeda. Conscientes de su dependencia (el 80% de su energía eléctrica, le llega a través de Lituania), Kaliningrado quiere desarrollar una vía de comunicación paralela por Polonia y Bielorrusia, pero eso costará dinero y tiempo.

El desarrollo de Kaliningrado como zona económica libre es difícilmente compatible con los proyectos del Ministerio de Defensa, que quiere convertir la provincia en un Distrito Defensivo Especial capaz de funcionar de forma autónoma, con un mando único en la retaguardia de un potencial enemigo. Portavoces de la Flota del Báltico, que tiene su sede allí, señalan que el Distrito Defensivo Especial no supone un aumento del contingente militar que en total será de 25.000 a 30.000 hombres cuando se forme este grupo, según el capitán Alexandr Gorbachuk. El puerto de Baltinsk y el de Kronstadt, en la provincia de Leningrado, serán las dos principales bases de la Flota del Báltico, tras la pérdida de los puertos militares de Estonia y Letonia.

Del dilema abierto ante Kaliningrado se ha hecho eco Serguéi Shajrái, partidario de la permanencia de la plaza fuerte rusa y preocupado porque los contactos con el entorno báltico no supongan "una expansión de hecho de los países vecinos". Sus palabras han irritado a la Administración local, dispuesta a abrir la provincia a los inversores. "No permitiremos que caiga de nuevo el telón de acero", señala Solomón Ginzburg, el jefe del Departamento de Análisis de la Administración de Kaliningrado.

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Sobre la firma

Pilar Bonet
Es periodista y analista. Durante 34 años fue corresponsal de EL PAÍS en la URSS, Rusia y espacio postsoviético.

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