La edad de la inocencia
En uno de los últimos números del semanario The New Yorker aparece un chiste incomprensible para cualquiera que no haya visitado recientemente Estados Unidos. En él, una pareja entra en un restaurante para encontrarse con un maître que en vez de darles a elegir entre la sección de fumadores y la de no fumadores les pregunta si prefieren sentarse en la sección pro-Gump o en la sección anti-Gump. El tal Gump, Forrest Gump, es el personaje que da título a la última película de Robert Zemeckis, una fábula agridulce sobre los últimos 40 años de vida norteamericana, que se ha convertido en todo un fenómeno social en un país muy acostumbrado a mirarse el ombligo y conseguir, de paso, que también el resto del mundo acabe por hacerlo.
The New Yorker no ha sido la única publicación que ha reflejado el fenómeno Forrest Gump. También Time se ha fijado en esta película y le ha dedicado recientemente un extenso artículo. Alguna revista liberal-resistencialista (The Village Voice, por ejemplo) ha cargado contra ella acusándola de ternurista, superficial y falsamente profunda. Pero la prensa en pleno, dejando aparte sus criterios éticos y cinematográficos, coincide en que Forrest Gump es ya más que una película. Extremo que confirma el público llenando los cines donde se proyecta o comprando el disco que contiene su banda sonora. Forrest Gump ha calado hondo en Estados Unidos y, en teoría, no debería interesarle a nadie fuera de ese país. Pero hay que tener presente que esta brillante broma privada va a contar con la fuerza de una de esas multinacionales tan hábiles a la hora de conseguir que cualquier europeo considere la historia de Norteamérica como propia, así es que lo más probable es que Forrest Gump funcione perfectamente en Europa. Especial mente porque, localismos aparte, es de esas películas cargadas de buenos sentimientos que siempre se meten en el bolsillo a un elevadísimo número de espectadores. Incluyendo a los escépticos profesionales, como quien esto firma, que entró en un cine de Broadway con la 84 tras retorcerse convenientemente el colmillo y autoconvencerse de que a él no se la iban a dar con queso.
Forrest Gump narra la historia, de un tipo con un coeficiente de inteligencia ligeramente bajo mínimos que, gracias a una serie de afortunadas circunstancias, se convierte en testigo privilegiado de las últimas cuatro décadas de la. vida de su país. De pequeño, conoce a Elvis en la pensión que tiene su madre en un pueblucho de Alabama y le enseña a bailar. Enviado a Vietnam, salva de la muerte a todo su pelotón y es condecorado por el presidente Kennedy. Al frente del equipo nacional de pimpón, visita China y es felicitado por Lyndon B. Johnson. En un programa de televisión cruza cuatro palabras con John Lennon. Se lanza a recorrer América a pie y se convierte en un héroe popular que representa para mucha gente conceptos en los que él nunca ha pensado. Al final de la película consigue incluso casarse con la chica de la que se enamoró siendo un niño, una pobre hippy desorientada que pasará a mejor vida tras hacerle padre de un crío espabiladísimo...
El bueno de Forrest es un tonto encantador que cae bien a todo el mundo porque revisita la imagen del norteamericano ingenuo que sacralizó Frank Capra en películas como Meet John Doe o Mister Smith goes to Washington. Si el inefable cineasta rooseveltiano le puso al americano ideal los rostros de Jimmy Stewart y Gary Cooper, Zemeckis ha contado con el de Tom Hanks, que está realmente espléndido en este papel, que probablemente le granjeará una nueva nominación a los premios de la Academia (los insuperables efectos especiales también tendrán, sin duda, su recompensa). Desde las primeras secuencias, Hanks se hace adorar por el público, un público que necesita que le recuerden que su país es el mejor del planeta a pesar de que las noticias de los periódicos y la televisión le hagan ver constantemente que algo no acaba de funcionar.
Norteamérica necesita creer en sí misma (la supervivencia en base al escepticismo es una especialidad europea), y Forrest Gump ayuda a cualquier pringado que a duras penas puede pagar el alquiler a creer que realmente vive en la casa de los valientes, en la tierra de los libres. Robert Zemeckis es un director superficial (podría haber llegado al fondo de algo con La muerte os sienta tan bien y desperdició la oportunidad), y su Forrest Gump tiene un punto tramposo y cursilón que puede sacar de quicio a más de uno. Pero ha acertado de pleno en el corazoncito de una sociedad que desea creer en una edad de la inocencia eterna, en la vigencia de un sueño americano que ningún serial killer pueda convertir en pesadilla.
Babelia
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