Una cobardía repugnante
Disparar a sangre fría sobre un grupo de turistas es una de las formas más abyectas del terrorismo. Los turistas son, por definición, absolutamente inocentes: son los que menos tienen que ver con las querellas domésticas del país que visitan. Y sin embargo, los íslamistas egipcios han convertido a los visitantes extranjeros en el blanco principal de sus acciones criminales. Es algo no sólo opuesto a los principios más elementales de la civilización -incluida la religiosidad musulmana-, sino una cobardía repugnante.El islamismo -a no confundir con el islam, del mismo modo que no puede identificarse a la nación alemana. con el nazismo- está revalidando este verano de 1994 su condición de una de las más terribles amenazas para la humanidad. La caza y captura de extranjeros en Argelia; los atentados contra turistas en Egipto; la condena a muerte de Taslima Nasrin; las bombas antijudías de Buenos Aires y Londres; han ido puntuando de rojo estos meses estivales. Fruto de una lectura deformada y totalitaria del islam, el partido de Dios ha sustituido en eficacia desestabilizadora y criminal a los integrismos izquierdistas de pasadas décadas.
La captura de Carlos por los servicios secretos franceses ha sido altamente simbólica. Carlos era uno de los más terribles monstruos de Frankenstein de la ideología marxista-leninista, esa perversión del racionalismo europeo. Trabajó Carlos con grupúsculos izquierdistas alemanes, italianos, japoneses y quizá españoles, y también con los sectores más laicos y marxistizantes del mundo árabe. Arrollados por la historia la gran mayoría de esos movimientos, partidos, brigadas o frentes, Carlos se había convertido en una reliquia.
Mientras se apaga la estrella de Carlos en una cárcel francesa, los islamistas egipcios y argelinos se lanzan a tumba abierta por los caminos de la xenofobia asesina abiertos en los años ochenta por sus predecesores iraníes y libaneses. Apoyados por el muy eficaz discurso de una supuesta recuperación de las señas de identidad de los pueblos musulmanes y por una incesante acción de protección social de los más débiles, los partidos de Dios del norte de África cuentan con un indudable apoyo popular. La única forma de desactivar ese apoyo es la democratización política, el crecimiento económico y la mejor distribución de la riqueza en esos países.
Marruecos, durante tanto tiempo el país magrebí más denostado por las izquierdas europeas, se está convirtiendo en aquel que camina de modo más sólido por la senda del desarrollo económico y, aunque muy despacito, por la liberalización política. Se está constituyendo allí el embrión de una clase media, que es la única que puede dar estabilidad a una nación moderna. Y el hecho de que Hassan II ejerza la autoridad en su calidad de emir al muminim o príncipe de los creyentes, resta argumentos a la oposición islamista. Por eso, el atentado de Marraquech es particularmente inquietante.
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