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Arte pobre, sensibilidades ricas

La artesania popular se está convirtiendo en objeto de precio para los coleccionistas

De mi ya antigua afición a recoger artesanía admirando la sabiduría del pueblo en otras épocas, he obtenido alguna lección de provecho. Pocas tan pintorescas y divertidas como la constatación de que la expresión popular, modesta e inmediata, se convierte de repente en objeto de precio para los coleccionistas de bolsillo certero. Y a menudo el precio asusta.De entrada, tropezamos con una contradicción característica: cuando el progreso avanza, las culturas abandonan sus manifestaciones más genuinas en provecho de los productos fabricados en masa, totalmente distanciados de su origen. Habrá que recurrir a los países subdesarrollados para reencontrar, en la necesidad cotidiana, las formas artesanales y su razón de ser. Una razón de ser que no se justifica en los mercadillos de Nueva York o en las cocinas esnobs de Barcelona.

Hasta aquí, un proceso lógico de nuestro siglo: lo utilitario ha cambiado de signo y los viejos artesanos mueren sin descendencia. La explicación, por supuesto, se encuentra en las consabidas opciones de tipo económico: la emigración a las grandes ciudades, la decadencia de las zonas rurales en tanto que congregación humana creativa, la nula rentabilidad de la mano de obra frente a los gigantescos organismos de la fabricación en masa... razones y razones que convierten a la utilería ancestral en un anacronismo permanente.

A medida que el oficio va desapareciendo, las piezas antes comunes se hacen raras, rarísimas y, finalmente, únicas. Se convierten, por tanto, en un objeto predispuesto a una cotización elitista. Es así cómo la expresión popular empieza a entrar en la mitología de la pieza única, que ya hizo estragos en el campo del arte llamado superior.

Una tinaja del Alto Egipto, una yunta de bueyes de Metepec o un horno de la Capadocia entran en la esfera en la que se mueve la intercambiabilidad de una obra de Tápies o Picasso, por ejemplo. No creo exagerar y, si no, al tiempo.

Lo que resta valor a una botella de Coca-Cola en tanto que pieza coleccionable para las élites es que se encuentre reproducida en tantos millones y millones de ejemplares. Sin embargo, cuando observamos con difícil serenidad el precio de un cuadro de Andy Warhol reproduciendo casi fotográficamente seis o siete ejemplares de Coca-Cola, comprendemos que la sacralización del arte ha funcionado una vez más. El artista no ha hecho sino dar valor de unidad a un objeto familiar, en el cual ya ni siquiera reparamos a fuerza de costumbre.

En un pueblecito de las montañas de Creta compré por cuatro chavos un abrevadero avícola, de esos que en cualquier tienda de arte popular se cotiza a un precio desproporcionado. Recuerdo aquellas callejas primitivas, donde el subdesarrollo económico ha permitido la supervivencia de un utilitarismo barato, hecho de urgencias. Allí no se piensa en la perennidad del objeto, sino en su presente inmediato. Mi acto arranca, pues, de una falsedad.

Saltamos en el espacio y nos encontramos en cualquier tienda de artesanía de una gran capital. Desprovisto de su contexto rural, colocado en el marco sofisticado de aquella tienda, el pequeño abrevadero adquiere su dimensión insólita, no sólo en sí mismo, sino en los sentimientos que propone al posible cliente: en las emociones que es capaz de suscitar. Una especie de roussonianismo de consumo se despliega en la relación objeto-cliente. Éste, se sentirá alejado de su seguridad mental, del sólido edificio de sus convicciones. Viajará, sin duda, hacia una virginidad perdida, que le hará sentirse cómplice de un subdesarrollo industrial y cultural al que, con todo, jamás querría regresar.

¿Cómo iba a hacerlo? En su expresión más genuina, el arte popular es un mentís a todas las manifestaciones de la sociedad masificada y dentro de él, luchan elementos dispares que niegan la estética del hombre urbano. Contienen estos objetos la imaginación que se ha ido convirtiendo en nuestra peor enemiga, pero también la superstición que es preciso combatir. Encierran, ¿por qué no?, su erótica y su misticismo, la ignorancia del presente y la sabiduría del tiempo transmitido sin coacciones. Se contradicen continuamente y no son en absoluto cómodos por lo que

revelan de nuestra pérdida de identidad en provecho de la masificación.

A no ser que se caiga en un falso romanticismo, demasiado degradante para la sinceridad que nos emociona en el arte popular. Aunque es de temer que esta degradacion, esté romanticismo barato, se haya apoderado ya de las piezas únicas reservadas a los bolsillos ricos. O desemboque en el inexorable tributo al kitsch que representa cualquier top model cuando acepta retratarse vestida de pobre campesina húngara, o de indiecita peruana. Pero aquí ya interviene el tinglado del gusto dirigido, que es capaz de acabar con todo lo auténtico que haya producido el ser humano.

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