El ingenio devaluado
Es cualidad reconocida el sentido del humor de los madrileños que empapa de ingenio los recovecos de la Villa y Corte. Más suposión que realidad. Igual que a los militares el valor, al madrileño se le atribuyen el donaire, la sutileza, la malicia, el salero que suele caer en la reseca tierra manchega y se evapora, como lluvia fugaz y tormentosa, antes de humedecer el césped que no existe. Es tenido por chispeante, perspicaz, listo casi por definición, lo que no es del todo cierto, aunque parece que esta ventilada y extremosa meseta estimula la materia gris en mayor o distintamedida que en otras latitudes. ¡Vaya usted a saber!Disponemos de amplia nómina dé gente imaginativa. Lástima que valga el precedente símil de las fecundas aguas que se volatilizan y desvanecen porque no hay quien las recoja y embalse. Madrileños de nación fueron Quevedo y Lope, casi Cervantes -menos ingenioso, aunque así apellidé al más alto de los personajes ficticios; pena que Don Quijote fuera tan pesado en alguno de sus discursos- y la mayoría de los talentos de siglos posteriores, que en estos ámbitos discurrieron sus más punzantes reflexiones. Madrid, poderoso imán.
En los cafés del casposo y castizo siglo XIX y hasta entrado el siguiente se derramaba la sal de la gracia sin que nadie la amparase y retuviera. Ésta es la idea del presente artículo que me viene dada al recordar con qué fidelidad, altruismo y devoción mucha gente ha dedicado devotos afanes en recoger, preservar y transmitir el pensamiento o la mera frase oportuna y destellante de un maestro. En esto los franceses han sido y son diligentes, seguidos por los ingleses. Es casi imposible no tropezar con alguna ocurrencia o gracia filosófica, incluso con rebordes pedestres, de óscar Wilde o de Bernard Shaw, al otro lado del túnel que nos separa de. Inglaterra.
Proliferan los libros con las sagaces disquisiciones de autores vecinos; algunos apenas son conocidos aquí, como Tristán Bernard, Anatole France, Sacha Guitry, Alfonso Allais, Rivarol, que parecen haber dedicado la existencia a pronunciar frases ocurrentes. Contemporáneos, alumnos, admiradores, incluso amigos, tomaban buena nota de la más leve expresión espiritosa y así no se extraviaba.
El que más se acerca, de entre los nuestros, ha sido don Francisco de Quevedo y Villegas, que si no dijo todo lo que se le atribuye ha prestado su marchamo a los aciertos anónimos. Hubo siempre vivarachos filósofos de tertulia y paseo pero faltan en España, en Madrid, esos indispensables y abnegados gregarios que recuerdan y transmiten los pasajeros fulgores de un concepto certero y oportuno. Persona tan seria como el navarro don Santiago Ramón y Cajal, madrileño de vecindad y muerte, tuvo que escoger él mismo las briznas homeopáticas de su viveza en las Charlas de café, hoy inencontrables. Jardiel Poncela, Ramón Gómez de la Serna, Agustín de Foxá, vecinos de Madrid, no han encontrado exégetas y lo que de ellos perdura a su cuidado se ha debido.
De nuestros días, cuando ya no hay cafés ni veladas literarias, sino cursos de verano por donde pasan como exhalaciones los amigos conocidos de quienes los organizan, poco queda del gárrulo gorgotear de ponencias y tesinas que, según rumores no confirmados, escuchan personas ingenuas y bien intencionadas. Un escritor de felices y cotidianas ocurrencias como Francisco Umbral, debe andarse con cautela y repetir sus venturosos hallazgos en las columnas de prensa y en los libros, porque si no todo se lo llevaría el viento, como a la desahogada María Sarmiento.
¿Envidia nacional, desidia, ignorancia desdeñosa? Un poco de todo, como en botica.
Eugenio Suárez es escritor.
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