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España y Cuba

Hoy podemos pensar que es un tirano que ha arruinado el país y mañana verle como veterano luchador, con la bandera izada de la independencia del Tercer Mundo; y a Cuba, como la última trinchera frente al imperialismo yanqui, o como la última playa de la izquierda indolente y hortera. Se acieria siempre. La cuestión cubana puede suscitar sorprendentes coincidencias -que lo digan por ejemplo Manuel Fraga y Jodi Solé Tura-, la discrepancia visceral y la identidad absoluta. A un mismo tiempo cualquier problema cubano genera enormes divisiones en un mismo partido, en una misma, Administración, no digamos entre las autonomías y en el seno de cada una de ellas, en un mismo ministerio, una misma embajada, un mismo periódico, e incluso, en una misma familia. La cuestión cubana es en España una especie de asunto Dreyfus.

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Es, como en cierta manera ocurre en EE UU, una cuestión de política interior, que no puede tratarse fácilmente bajo el prisma, del interés nacional. Su tratamiento suele tener gran subjetividad, otros dirán egoísmo u oportunismo, porque defender la Cuba revolucionaria frente a EE UU para unos supone reivindicar el Noventa y Ocho y para otros resguardar esas inversiones, esa calidad de vida en las mansiones reservadas para ciertos empresarios residentes o esas estancias inolvidables en las casas de protocolo. Todos queremos tener razón en la referencia a Cuba porque intentamos justificar nuestra propia experiencia en la isla, nuestra filiación política o visión de la historia.

Por lo general, no parece muy necesario que tal equipaje vaya acompañado de datos, bibliografía o testimonios, porque Cuba pertenece al mundo de lo político sentimental, del pueblo hermano y de la isla que nos arrebataron sin honor, donde todo español habría tenido un abuelo que luchó contra los mambises o habría disfrutado de la mulata o el mulato, según los casos. No importa demasiado, o no se nos podría exigir, que abordáramos la cuestión cubana con un poco de la objetividad que utilizamos para Ruanda o Bosnia. Por supuesto, éstos nos preocupan mucho menos, y allí no lo hemos pasado tan bien. En fin, nadie discute la atracción de Cuba aunque las revelaciones son ya tan abrumadoras -Juan Goytisolo, Mario Vargas Llosa y Jorge Edwards las descubrieron hace tiempo- como para explayarse sobre las cómodas coartadas ideológicas, históricas y sentimentales ante un país de situación desesperada que no vio quien no quiso ver, y unas actitudes de agradable consentimiento o defensa acérrima que en realidad eran de complicidad, gorronería o cinismo.

Las coartadas permitían que al hablar de Cuba se hablara de otro tema. Por ejemplo, en un país con más del 10% de la población en el exilio, éste no era un problema cubano sino algo provocado por Estados Unidos. Del mismo modo la elevadísima ineficacia del sistema productivo tampoco era culpa del Gobierno cubano sino el resultado del bloqueo, que antes se llamaba embargo, de los norteamericanos, y de la desaparición de la Unión Soviética. Ahora mismo no se habla tanto de la estampida cubana como de la política inmigratoria de Estados Unidos. Pero parece inevitable que la coyuntura cubana inaugure una especie de juego de la verdad en que cualquier cosa puede suceder en cualquier momento, y en el que se examinará nuestra presencia y nuestra actuación en la Cuba revolucionaria, quizá, con tanto apasionamiento como el que nosotros hemos derrochado.

Su desenlace puede situarnos como actores principales, pero también con papeles poco dignos en un drama donde cada cual se ha movido a su gusto. Se debería desconfiar de ese mensaje tardío, a partir de 1990, en que se presenta a la revolución como defensora del legado español frente a los norteamericanos, y a España como sucesora de la URSS en el apoyo incondicional a Cuba. Cien años después puede repetirse un pequeño Noventa y Ocho, renovándose el sentimiento de que "más se perdió en Cuba".

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