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Tribuna:RELATOS DE VERANO
Tribuna
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Mi tío Mario (2)

Julio Llamazares

Todo empezó paradójicamente, cuando le descubrieron el cáncer.Por lo visto, hacía tiempo ya estaba mal, aunque -normal en él- no se lo dijo a nadie. Se

sentía cansado y sin apetito y sin ganas de salir a pasear, como le gustaba hacer desde su jubilación, por la playa de Castellammare.

Fue al médico. Le recetó unas vitaminas y unas pastillas (para la depresión), pero cada vez se sentía peor. Ya ni siquiera salía de casa. Se pasaba los días sentado ante la ventana, con la vista perdida en el mar y el pensamiento en alguna parte. Un día, se quedó en la cama. Era la primera vez que lo hacía en casi cuarenta años. Fue cuando tía Gigetta, alarmada, avisó a su hijo y entre los dos lo lleva ron a Nápoles.

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El diagnóstico fue claro: cáncer de próstata, y la previsión de futuro todavía más dramática: a tío Mario le quedaban cinco o seis meses de vida. Un año, como mucho, si la enfermedad avanzaba despacio.

-Lo siento -le dijo el médico, mientras tía Gigetta rompía a llorar y tío Mario se levantaba sin decir nada. Volvieron a Castellammare. Pasaron todo el día sin hablar, tía Gigetta llorando en la cocina y tío Mario en el salón, mirando por la ventana (Alessandro se había ido: tenía una reunión y no podía aplazarla). Por la tarde, fueron a verle mis padres. Lo encontraron igual que siempre, aunque un poco más delgado.

-Los médicos se equivocan muchas veces -le dijo, cuando se fueron, mi padre para animarlo.

Las semanas siguientes, tío Mario permaneció sin salir de casa. Había comenzado el trata miento y se encontraba cansado. Además, se le empezó a caer el pelo y eso le afectó mucho, aun que lo disimulara (él, que siempre había cuidado tanto su aspecto, incluso luego de jubilado). Poco a poco, sin embargo, fue engordan do. Poco. Apenas un par de kilos, pero que le sirvieron al menos para levantar el ánimo.

Un día, cuando ya había empezado a salir de nuevo, tío Mario le dijo a tía Gigetta, mientras mira ban el mar sentados en un banco de la playa, que iba a ir a visitar a sus hermanos. A despedirse, aun que él no usó esa palabra. Aunque se carteaba con ellos y los llamaba de vez en cuando, a alguno, como a tío Enrico, no lo había vuelto a ver desde que murió su padre.

Tía Gigetta llamó al mío. Entre los dos trataron de convencerle para que se quedara en casa (le prometieron, incluso, que llama rían a aquéllos para que vinieran a verle a él a Castellanunare), pero tío Mario ya se había decidido; incluso tenía ya el billete reservado para el viaje. Uno, pues pensaba hacerlo solo; era el último y quería disfrutarlo. A tía Gigetta, aquella declaración acabó de destrozarla.

El día de la partida, tío Mario pasó por casa. Tomó un café con mis padres y, luego, éstos le acompañaron a la estación y esperaron con él hasta que el tren de Roma se puso en marcha (al parecer, tía Gigetta, herida por el desplante, se había negado a acompañarle a Nápoles). Tío Mario, según mi madre, iba muy elegante. Llevaba, un traje marrón y unos zapatos a juego y se cubría con un sombrero del mismo color que el traje. Para mi padre, en cambio, tío Mario parecía un personaje de Fellini con aquel traje de funcionario.

Su primer destino era Roma, donde tomaría otro tren para Pisa. Allí vivía tía Clara, que era la mayor de todos y, con mi madre, las dos únicas hermanas de tío Mario. Pero tío Mario, según me contó más tarde, se quedó dos días en Roma a visitar la ciudad a recordar los tiempos en que venía, cada dos o tres semanas, por motivos de trabajo. Aparte de despedirse de sus hermanos, se había propuesto también despedirse a la vez de Italia.

En Pisa estuvo muy poco. Con tía Clara apenas tenía contacto (tía Clara se había casado cuando tío Mario tenía diez años y desde entonces no había vuelto a verla en casa) y sólo se detuvo el tiempo justo para hacerle una visita y para despedirse al día siguiente sin decirle nada. U dio tanta pena de ella (tía Clara, que estaba viuda, vivía sola desde hacía años) que no quiso que supiera que jamás volvería a verle.

Con tío Vincenzo, en Arezzo, se detuvo ya más tiempohacía que no le veía por lo menos cinco años. Lo mismo que a tío Vittorio. Los encontró más viejos, lógicamente, pero con bastantes ánimos; y mejor acompañados que tía Clara. A ellos sí les contó lo que le pasaba pero al que realmente tío Mario tenía ganas de ver era a tío Carlo. Al contrario que tía Clara o que lo otros, que eran bastante mayores, tío Carlo y él habían crecido juntos (se sacaban sólo un año) y era, de sus siete hermanos, con el que mejor relación tenía, aparte, claro está, de con mi madre. Se llamaban cada poco y se veían de tarde en tarde.

-¡Viva la joya de Nápoles! -le saludó tío Carlo, gritando, cuando tío Mario bajó del taxi que le llevó de la estación hasta su casa.

Tío Carlo estaba esperándole. Tío Mario le había avisado desde Florencia, aunque no le había dicho la razón de su visita ni la hora de llegada.

-Chico, te veo muy bien. Te pareces a Marcello Mastroiani -bromeó tío Carlo, riéndose, mientras le daba un abrazo.

Tío Carlo estaba encantado. Hacía ya dos años que no veía a su hermano y tenía muchas cosas que contarle. Los días que estuvo allí, tío Mario apenas tuvo tiempo de sentarse.

-Hoy vamos a cenar a via Zamboni. Y mañana a comer al campo. Ya verás tú cómo se come en Bolonia. ¿O qué crees, que sólo sabéis vivir bien en Nápoles?

Tío Mario no decía nada. Se dejaba llevar y traer por su hermano, contento de volver a estar con él y complacido de verle tan encantado. Por las noches, cuando tía Mina se iba a dormir, tío Carlo y él se quedaban be biendo y charlando hasta muy tarde. Des pés de tanto tiempo sin verse, tenían muchas cosas que contarse. Algunas noches, también, jugaban a las cartas. Como en los viejos tiempos, siempre per día tío Mario. Tío Carlo se reía de él. Le decía, bromeando:

-No aprendes nada, muchacho.

Pero tío Mario se guía sin atreverse a des velarle a su hermano el motivo de su viaje. No quería quitarle la ilusión que su visita le ha bía hecho y, sobre todo, no quería entristecer aquellos días que iban a ser los últimos que los dos pasarían juntos. Al menos, eso pensaba. Sólo la última noche, cuando se iba, se decidió por fin a contárselo. Tía Mina estaba en la cama.

-Voy a morirme, Carlo -le dijo- Me queda poco tiempo, quizá meses. Tengo cáncer. Tío Carlo guardó silencio. Cogió las cartas y las dejó en la mesa y se quedó mirándole sin decir nada. Ahora sabía por fin la razón de la visita de su hermano.

-Pero no te preocupes -sonrió tío Mario, tratando de quitar le trascendencia a sus palabras- Cuando te mueras tú, seguiremos jugando.

Tío Carlo siguió callado. Luego, encendió un cigarro y se quedó mirando cómo el humo subía hacia la lámpara. Parecía como si la con fesión de su hermano le hubiese dejado mudo. De repente, volvió a mirarle. Este seguía sentado.

-Yo también tengo algo que contarte -le dijo- Creo que ahora ya puedo contartelo.

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