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Luz de agosto

Antonio Muñoz Molina

Viajando entre Granada y la bahía de Cádiz cruzo extensiones de trigales recién segados, y el oro limpio y cegador de los rastrojos me trae recuerdos de hace nada que son como de un siglo atrás. Me adormecía la velocidad del coche y escuchaba medio en sueños una canción pop en la radio, y en ese duermevela era mucho más fácil el deslizamiento hacia otro tiempo, el principio de los setenta, o un poco antes, el verano del 69, que como ya venía temiéndome está conociendo un revival empalagoso y triunfal, y además tan rutinario como las efemérides del almanaque zaragozano. La canción que sonaba en la radio del coche, y que de manera inconsciente me estaba induciendo a mirar los amarillos vibrantes del campo con una atención más precisa, no era ninguna de las que sonaron en Woodstock, aquel paraíso hippy en el que bailaron desnudos y participaron en una multitudinaria comunión de sexo, hachís y LSD la mayor parte de mis contemporáneos.La canción, para sonrojo y disfrute de lo peor de mí mismo, era la canción del verano de 1969, repetida entonces sin piedad ni descanso en todas las emisoras, en todos los aparatos de radio que uno escuchaba al pasar de mañana por las calles todavía frescas, recién barridas y rociadas por las vecinas, que se sabían su letra de memoria, igual que yo mismo y que cualquiera que tuviese oídos.

La canción era, y al fin me atrevo a declararlo, María Isabel, una rumba de Los Payos, conjunto aflamencado y veraniego que, sin embargo, incluía en su repertorio una versión pintoresca del Farewell Angelina de Bob Dylan, y que no mucho después derivaría hacia las latitudes más respetables del rock sinfónico en su vertiente andaluza, que resultó la más kilométrica y quejumbrosa de todas; en las canciones de Triana, igual que en las de Pink Floyd y Emerson Lake and Palmer, era donde mejor se comprendía el mito del eterno retorno: todo era igual y no acababa nunca.

Si a Guillermo Cabrera Infante se le permite extasiarse en público con la obra literaria de Corín Tellado y dirigir un severo curso universitario sobre ella, no creo que a mí deba negárseme la indulgencia de perseguir la línea de puntos trazada en el tiempo entre la rumba de María Isabel (cuya letra inconfesablemente me sigo sabiendo de memoria al cabo de 25 años) y el resplandor gruñido y metálico de los rastrojos en la mañana inaugural del primer día de agosto. En aquellos veranos todas las canciones -salvo las que oían en Woodstock los cerebros más adelantados de la actual cultura española- tenían el mismo tema central que María Isabel, es decir, la relación, entonces muy poco conocida, entre la playa, las vacaciones, la tontería, la felicidad y el amor.

Mientras tanto, en los secanos de Jaén, más áridos todavía bajo la luz sin misericordia del verano, cuadrillas de hombres con pantalones de pana, camisas blancas y anchos sombreros de paja se doblegaban sobre la tierra para segar y atar haces de trigo y de cebada, manejando hoces de filo curvo y áspero como los gañanes renegridos y hambrientos de principios de siglo, de éste y del anterior. Las cosechadoras mecánicas todavía eran entonces como maquinarias de prodigio barroco, inverosímiles y casi siempre irreales. Algunos agricultores prósperos y aventurados conducían Land Rovers, pero en los caminos aún prevalecían las reatas de mulos agobiados por las cargas tambaleantes de haces amarillos, y en las eras, en las tardes tórridas de viento solano, las espigas se trillaban y se recogía el grano con procedimientos medievales.

A la ciudad llegaba en las siestas el olor picante polvoriento de la trilla. Si se: aproximaba una tormenta, el aire color de azufre traía un vaticinio de humedad mezclado con los olores secos de la tierra y del grano. Septiembre, con la primera lluvia, antes de la vendimia, era un aroma de tierra mojada tan sólo en su costra exterior, en el polvo liviano donde las gotas grandes y aisladas de lluvia dejaban huellas circulares, nítidas como huellas de pájaros al amanecer.

En el verano del 69 todas las canciones que llegaban a la calle. por las ventanas abiertas de las casas donde las mujeres fregaban los portales escuchando la radio trataban del amor y de la playa, temas que a muchos de nosotros nos eran igualmente desconocidos, por no decir inaccesibles, dado que ni habíamos visto el mar ni poseíamos sobre el amor otros datos que los suministrados por las propias canciones. De esa mezcla de ignorancia y de rimas de saldo, combinada con el oscurantismo cerril de nuestros preceptores eclesiásticos, provino luego en gran parte nuestra inclinación a la desdicha y a no distinguir entre los sentimientos y la literatura sentimental.

Pero no quiero secundar la repulsiva superstición psicoanalítica de saquear el pasado en busca de culpables, y menos ahora en el trance sereno de una travesía hacia el mar por carreteras casi desiertas, entre olivares cuadriculados sobre tierra rojiza y rastrojos dorados cuya regularidad atestigua el trabajo de las máquinas, el alivio de la condena humana a las labores extenuadoras y sin recompensa del campo.

Al acordarme del verano de 1969, de aquellos veranos inaugurales de la adolescencia, lo que recuerdo es algo que ya no existe, un tiempo que para mí y para muchos no fue el de las praderas alfombradas de melenas hippies y las guitarras psicodélicas, sino el de María Isabel y Eva María y Un rayo de sol y todos los éxitos tontos del verano, el tiempo del turista 10 millones, de las cuadrillas de segadores con las espaldas dobladas al sol entre mares de trigo, de los curas lúgubres que asomaban una mano muy pálida entre las cortinas de un confesionario para indicarnos que nos acercábamos. Qué raro, en estos largos días de agosto, carecer radicalmente de nostalgia y alegrarse de que aquellas esclavitudes acabaran, y sin embargo recordarlo todo, incluso las peores canciones con una punzada de felicidad.

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