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Caudillo

Las comparaciones no son odiosas, pero las analogías sí, cuando, por disparatadas que sean, se las hace pasar por identidades.¿Es caudillo un líder político democráticamente elegido dentro de su partido como candidato y fuera de él como gobernante? ¿Lo es cuando dura mucho por haber sido varias veces reelegido? ¿Es caudillo Mitterrand por ver impotente desde la cima del poder democrático que ocupa en su país desde hace casi catorce años cómo fracasan quienes le han sucedido en su partido? ¿Lo será Kohl si vuelve a ganar en octubre? ¿Lo fue la Thatcher mientras la sostuvo su partido, para dejar de serlo cuando éste le retiró su apoyo? ¿Lo es Felipe González porque el PSOE lo ha reelegido candidato con reiteración y los ciudadanos le han dado, a él y simultáneamente a su partido, su voto mayoritario en las elecciones generales celebradas entre 1982 y 1993? Si no queremos confundir y confundirnos desdibujando conceptos elementales, habrá que contestar no a todas las preguntas formuladas; si pretendiéramos otros fines habría que responder sí a la última, aunque se abandonara la coherencia negando las anteriores, quizá en atención al principio de no injerencia en asuntos políticos ajenos. En los casos citados, la larga duración en el poder no proporciona base suficiente para la analogía con el caudillaje, porque la repetición de un mandato electoral en modo alguno equivale a al permanencia vitalicia en el mando propia del caudillaje.

Caudillo, caudillaje, caudillismo, caudillista, son términos que en el lenguaje político de nuestro país designan desde la segunda nútad de los años treinta figuras y modos de adquisición y conservación del poder político contrarios a las instituciones y reglas de la democracia despreciadas, combatidas y aniquiladas por quien solicitó y obtuvo tal título y por quienes con adulación interesada se lo repitieron hasta la náusea. Adjudicar ahora ese mismo sustantivo o sus formas derivadas al presidente del Gobierno, es decir, a un dirigente democrático, cualesquiera que sean sus aciertos y desaciertos, es ignorancia o malicia.

Hubo un tiempo, allá por los años 1983 y 1984, cuando la moderada izquierda gobernante llevaba a cabo una difícil conversión industrial, aguantaba el tirón del terrorismo y combatía la crisis económica, en que se decía en los mentideros políticos y periodísticos de Madrid, incluidos los de la derecha, que había que dejar al presidente del Gobierno fuera de toda crítica, protegiéndolo como si de un bien común se tratara, no fuese que, depresivo como era, se malograra antes de tener recambio o se desanimase su frágil voluntad ante los dardos de la censura. Tan necia era aquella temprana protección no pedida como los actuales ataques que lo presentan como antidemócrata. Una y otra actitud proceden de un rasgo típico de la derecha española: siendo ella personalista por herencia inniediata, atribuye a sus adversarios esa misma característica. Se silencia la existencia de un partido detrás de su dirigente, se callan u olvidan victorias electorales, se omite el contenido de unas reglas jurídicas de la democracia y, con freudiana recuperación de sus propias raíces, se emplea el término caudillo y derivados para referirse al adversario político.

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Toda hagiografía es repugnante. Nadie la merece y sólo la solicitan con éxito clamoroso y continuado quienes por el origen y el ejercicio de su poder se sitúan al margen. de la crítica libre. Los únicos que no se han equivocado nunca han sido los dictadores -los caudillos-, sólo responsables ante Dios y ante la historia. Felipe González ha incurrido en importantes errores -menos y menores que sus aciertos, en mi opinión- desde su condición de, presidente del Gobierno y como dirigente de su partido. En ocasiones las equivocaciones las ha compartido con el PSOE (financiación de partido, descuido en la prevención y persecución de la corrupción), otras las ha cometido desde la presidencia del Gobierno. Como en democracia los errores deben pagarse y se pagan, el resultado de las elecciones europeas y andaluzas ha sido el que ha sido. Pero ni la derrota rotunda ni la negativa a dimitir y convocar elecciones generales guardan relación con actitudes caudillistas, pues aquélla, como los triunfos anteriores, es imputable tanto al PSOE como a su líder, y por otra parte, según informan los medios de comunicación, los órganos competentes del PSOE han respaldado la decisión de su presidente del Gobierno de no convocar elecciones e incluso su política de alianzas con los partidos nacionalistas. Resucitar el término comentado para calificar una decisión, sin duda discutible, pero también sin duda ajustada a la Constitución, implica una estrategia personalista basada en el "¡que se vaya!", como si todo consistiera, igual que hasta 1975, en la ausencia o presencia de una sola persona, de un nuevo caudillo.

En el Estado de partidos, mientras un dirigente político esté sostenido por el suyo de forma limpia y mayoritaria y en su comportamiento como gobernante no se separe un ápice de las normas constitucionales que rigen el equilibrio entre poderes y los mecanismos de acceso a cada uno de ellos, se le podrán formular otro tipo de reproches, pero no se puede utilizar contra él y con rigor el calificativo de caudillista o semejantes, y si tal cosa se hace será sustituyendo el concepto por la metáfora interesada y la crítica política por una descalificación inadecuada y, sobre todo, lesiva para el sistema democrático.

Que la derecha de toda la vida emplee esta terminología con referencia al presidente del Gobierno sería risible si no fuera perjudicial para la democracia española. Su razonamiento tácito (apenas razonamiento y apenas tácito). podría expresarse así: "¿No nos reprochan a nosotros nuestro franquismo estos sedicentes demócratas de izquierdas? Pues vean ustedes a su líder convertido en gobernante casi perpetuo, aferrado al poder. He ahí a un caudillo que ni siquiera ha ganado una guerra y que sólo se irá cuando lo echemos por la fuerza o cuando se muera. Si la democracia -viene a decirse- para en esto, ¿a qué formular reproches al régimen anterior si, a fin de cuentas, todo acaba igual?". Si hubieran leído a Baltasar Gracián expresarían la misma idea con estas palabras: "Ahí veréis que las cosas, las mismas son que fueron: sola la memoria es la que falta".

Pues no, no falta. A quienes la hubieran perdido o a quienes ignoran vivencias ajenas y olvidan lecturas elementales se les puede recomendar la de los capítulos quinto, sexto y séptimo del último libro de Paul Preston, titulados La forja de un conspirador, La forja de un generalísimo, La forja de un caudillo. Y quede claro que en la realidad histórica, lo mismo, que en aritmética, si no se dan el quinto y el sexto, no se da el séptimo.

Que la llamada joven o nueva derecha o centro-derecha utilice esa misma descalificación es quizá más preocupante, porque no implica una oscura autojustificación histórica, sino una estrategia de personalización del poder y una apenas disimulada impaciencia por alcanzarlo. Ambas características son lamentables. La primera porque en democracia son las ideas, los valores, los programas y los partidos los que deben contar de modo prioritario: los propios y los ajenos. El discurso reduccionista consiste en identificar los del adversario con la persona de su líder transmutado en caudillo, incurre en aquello mismo que parece combatir, pues ignora lo que desprecia (partido, ideas, valores, programas ajenos), y puede dar a entender que tamaña simplificación oculta carencias propias, como si se tratara de contraponer sólo un líder frente a otro, lo que, además de todo lo dicho, implicaría un arriesgado cálculo respecto al resultado de tan poco novedoso enfrentamiento. Y en cuanto a la impaciencia por llegar al poder conviene frenarla precisamente porque quien ejerce la presidencia del Gobierno no es un caudillo, sino el dirigente de un partido mayoritario en el Parlamento. Bastaría una derrota en las próximas elecciones generales o en una moción de censura para que tal partido y su candidato dejasen de gobernar. Así de sencillo.

Mientras tal resultado no se produzca, no juguemos con metáforas o analogías peligrosas y convengamos todos en que en la historia contemporánea de España caudillos sólo ha habido uno. Mejor hubiera sido ninguno, pero más no hay.

es catedrático de Historia del Derecho.

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