La boina
Los viajeros que regresan estos días del veraneo por carretera se quedan sorprendidos al ver desde lejos la boina que cubre la ciudad. Madrid es una ciudad con boina. Una boina inmensa, boina parda, si no es negra, quizá oscura fusión de robín y verdegay, y en todo caso boina de inquietante color. Una boina es pesa, una boina insolente y pertinaz que se abate so bre las chimeneas, las claraboyas, las maquinarias de azotea, las antenas, las terrazas, las buhardillas. Y, además, sobre las amplias avenidas y los angostos pasajes, sobre las naves industriales y los grandes al macenes, sobre los palacios históricos y los desangelados edificios que albergan las covachuelas de la Ad ministración. Boina astuta y penetrante que, sin perder sus formas inciertas ni su aleatoria sustancia, deja caer hilachas con las que envuelve las arboledas su pervivientes y los frútices agostados, los monumentos conmemorativos y los mercados al detalle, las personas grandes y las pequeñas, los ancianos y los bebés. Y, aún más felona y sutil, deshilacha hebras polutas que penetran en las entrañas. dé la tierra unas, otras se introducen arteras por las cavernosas fosas nasales de los mayores, por las naricillas tiernas de las criaturas, por las fauces de los animalitos de Dios, y abren surcos de moho, acaso de hollín, acaso de venenoso serpentín en hígados y pulmones, en es tómagos y trigéminos. Boina terne y maldita, boina que no destruyen ni aguaceros ni huracanes, pues si el meteoro sobreviene, hurta su masa disforme al agua, al viento, al rayo y al trueno, a la luz y a la oscuridad, se aleja lo que convenga a su industria, y, pasada la borrasca, vuelve a posarse sobre la ciudad, al acecho de casas, calles, parques, gentes y animalitos de Dios.
Los viajeros que marchan estos días de veraneo, nada más salir de Madrid notan que respiran bien y perciben los dulces efluvios de la madre naturaleza. A los que llegan, en cambio, les vienen a las pituitarias los olores propios de la modernidad -una mezcla fumífera de azufre y basura-, y se les encalabrinan las meninges. Alguien debería tomar medidas para protegernos de esta polución letal, piensan, mirando con recelo la boina parda, la boina espesa, insolente y pertinaz, que, gravita terne y amenazadora sobre la ciudad como una maldición bíblica. Y, entrado que ha en la vida cotidiana -el horario laboral la fábrica y la oficina, las campañas institucionales y los decretos de la Administración-, se reencuentra con la preocupación individual y colectiva por la salud y el bienestar de los ciudadanos, expresada en normas, consejos y leyendas: "Las autoridades sanitarias advierten que el tabaco perjudica seriamente la salud". "Prohibido fúmar". "Tu derecho a fumar termina donde empieza mi derecho a respirar"... Pero uno mira, la boina, la ve cernerse, inmensa, turbia y maloliente, sobre la ciudad y sus habitantes, y no tiene la sensación de que la hayan formado los fumadores.
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