Mecánica popular
Capítulo 2
Relato de Tras los primeros momentos de sorpresa, decidí que lo mejor era fingir una reacción mundana para no agravar la situación, así que, sonriendo con condescendencia, dije:
-No se preocupe, no tengo nada contra los travestidos, aunque me lo podía haber dicho antes: nunca le he puesto las manos encima a un hombre.
-Pero qué dice de trasvestido, qué dice de trasvestido -gritó ella, (él, quiero decir), con un desconcierto que parecía verdadero-; yo no soy un trasvestido, lo que pasa es que usted me quiere volver loca, o loco, ya no sé lo que digo.. Primero salta con que hace calor porque no estamos en Buenos Aires, a pesar de que ese calendario está impreso en Tucumán; luego dice que se llama Francisco, como presumiendo de ser alguien: es usted quien me ha obligado a decir que me llamo Beatriz, para no ser menos; en seguida, añade que esto es la consulta de un dentista. Y ahora, por si fuera poco, sale con que soy un hombre.
-Pero si no es que lo diga yo, es que lo es, mujer -afirmé en tono conciliador.
-¿En qué quedamos? Ahora me ha llamado mujer. Una cosa u otra.
-Hombre, hombre.
-Entonces por qué me acaba de llamar mujer.
-Era un modo de hablar, hombre.
-Vaya, ya empieza usted a ponerse de acuerdo.
Volvió a meterse en el abrigo, quizá para ocultar su identidad masculina, de la que parecía avergonzarse, y comenzó a recorrer la sala de espera de un lado a otro con desesperación. Advertí que estaba sometido a una gran tensión emocional y guardé silencio. La verdad es que me sentía aliviado y quizá un poco divertido: el descubrimiento de que ella era un hombre explicaba también los disparates anteriores y colocaba a la realidad en la posición en la que habitualmente la vemos. Sin embargo, no conseguía que el frío me abandonaría y eso, habida cuenta de que estábamos en agosto, seguía constituyendo una rareza incómoda. De súbito, se detuvo frente a mí y comenzó a recapitular:
-De acuerdo soy un hombre, eso parece evidente. Ahora bien, ¿es esto una clínica dental?
-Sí -afirmé yo.
-¿Estamos en Madrid?
-Claro.
-¿Es verano?
-Desde luego.
-¿Entonces por qué está usted muerto de frío? -preguntó en tono de acusación.
-No sé -respondí-, por sugestión quizá.
-O sea, que su frío puede ser una sugestión y mi sexo no. ¿Es eso lo que quiere decir?
-Bueno... -dudé.
-No, no, dígalo con claridad, sin ambages. A ver, ¿por qué la sugestión sirve para explicar su frío y no mis genitales?. Porque a usted ni siquiera se le ha pasado por la imaginación la posibilidad de que quizás mis genitales sean una sugestión.
Además de argumentar bastante bien, exponía sus razonamientos con tal agresividad que lograba hacerme dudar de todo, así que instintivamente dirigí mis ojos a la zona de su sexo mientras balbuceaba:
-No sé, mujer, tampoco digo eso...
-Vaya, ahora soy mujer otra vez.
-Bueno -añadí intentando dar por concluido el disparate-, quizá sea usted una mujer después de todo. A mí qué más me da.
-Salgamos de dudas -dijo.
Entonces, arrancándose el abrigo, se subió la falda sin darme tiempo a reaccionar, y los dos vimos detrás de los encajes dé sus bragas un sexo claramente masculino. Aunque me encontraba algo turbado por aquella visión contradictoria, no puede evitar un pequeño sentimiento de triunfo.
-¿Lo ve? -dije.
Él se bajó la falda con un silencio rencoroso y comenzó a recorrer de nuevo la consulta de un lado a otro con expresión, de desconcierto. Parecía sumido en arduas reflexiones. Al rato, se detuvo, de nuevo frente a mí con gesto retador. Dijo:
-Usted está muy seguro de todo, pero todavía no ha tenido valentía, como yo, de mostrar su sexo. A lo mejor eso de que es un hombre acaba resultando también una sugestión, como lo del frío. A ver, por qué no saca la cosa y salimos de dudas.
-Mire -dije poniéndome muy serio-, yo soy muy tolerante, pero está usted empezando a superar ciertos límites que por educación...
No me dejó terminar; todo lo que decía yo contribuía a aumentar su cólera.
-¡Pero qué dice usted de educación! -gritó-; o sea, que no sabemos si estamos en Buenos Aires o en Madrid, ni si hace frío o calor, ni si esto es una peluquería o una clínica, por no saber no sabemos si somos hombres o mujeres, vamos, que se está derrumbando el mundo y usted sale con la tontería esa de la educación. Usted es un imbécil, o quizá una imbécil, que ya no me fío de la apariencia de nadie.
Si yo tenía la facultad de irritarle, él lograba hacerme dudar de todo, ya digo, de manera que mientras le oía hablar no puede reprimir un movimiento, de mi mano en dirección al sexo, para comprobar, con creciente alarma, que no estaba donde debería. Mientras buscaba mi pene y sus adherencias, él continuaba provocándome como en una pesadilla:
-Que tenga usted las tetas pequeñas no significa nada: mi madre las tenía minúsculas y crió seis hijos.
- Recuerdo que escuché esa frase, la de las tetas, y que me incorporé horrorizado por la impresión de haber perdido el sexo. Me bajé apresuradamente los pantalones y los calzoncillos y vi lo que al principio me pareció una llaga y luego, sin transición, un sexo femenino. Me derrumbé sobre el sillón y comencé a llorar con la cara oculta entre las manos. Él me dejó llorar, como si de ese modo quisiera hacerme pagar la culpa de mis seguridades anteriores, pero después de un rato se sentó a mi lado e intentó consolarme:
-No se ponga así -dijo-, también yo he tenido que hacerme cargo de un sexo diferente y no he cogido ese berrinche.
-Pero es que usted es un hombre -argumenté-; cuando era una mujer también lloraba.
-De acuerdo, de acuerdo -añadió conciliador-, pero cálmese ya, que de un momento a otro va a llegar el dentista, o la peluquera, lo que sea, y vamos a dar el espectáculo.
Noté que sus caricias, cuyo tono al principio, era de consuelo, estaban adquiriendo un carácter marcadamente sexual. Creo que había ido excitándose sin querer con el descubrimiento de mis formas, y, aunque yo también estaba algo turbado, o quizá turbada, me incorporé defendiéndome de aquel acoso.
-¿Qué hace? -gemí-. A mí no me ha puesto la mano encima un hombre nunca.
-Eso sería cuando usted misma era un hombre, o se lo creía, pero ahora es una mujer, y está muy bien, por cierto.
Volví a sentarme abatido -abatida, en realidad- y adopté una postura de desconsuelo que no puede controlar, aunque me pareció muy femenina. Él me atrajo hacia sí y le dejé hacer.
-Pobrecita -dijo-, está usted muerta de frío. Es evidente que se encuentra en Buenos Aires y allí, en esta época del año, hace mucho frío. Yo, sin embargo, como debo de estar en Madrid, me aso con tanta ropa. Tenga, póngase mi abrigo.
Me lo colocó por los hombros y yo me dejé arropar, porque necesitaba que me protegieran, como si la vida hasta entonces hubiera sido muy hostil conmigo. En esto, él se quedó pensativo, como a la espera de una decisión, y en seguida dijo:
-Aunque lo mejor sería que nos cambiáramos toda la ropa, no vaya a ser que esto no sea ni una clínica ni una peluquería.
-¿Qué va a ser entonces? -pregunté asustada.
-No sé, a lo mejor es un endocrino y nos manda desnudarnos. Qué vergüenza si la ve a usted en los calzoncillos y a mí en bragas.
-¿Sí?
-Ande, levántese, que debe estar a punto de llegar.
Me gustaba mucho de él la velocidad a la que tomaba decisiones, así que le hice caso, y me incorporé. Entonces, me vi en el espejo de la pared de enfrente y advertí que yo misma era una de esas mujeres que llevan escrito en la frente el destino de algunos hombres. Él estaba a mi lado, quizá leyendo su destino en mi reflejo, cuando observé que se tiraba del pelo y se arrancaba la melena.
-Lo que suponía -dijo-, no era más que una prótesis; póngasela, le quedará mejor que a mí.
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