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El envés del felipismo

Después de 12 años de Gobierno, cumplida en lo esencial la tarea -fortalecimiento de la democracia y renovación del aparato productivo, a la vez que propiciada una sociedad, por un lado, más abierta y democrática; por otro, como inevitable complemento, más equitativa y solidaria-, el presidente del Gobierno español se hace cargo de la presidencia de la Comisión para contribuir a dar el empujón decisivo a la edificación de Europa, en un momento crítico en el que se necesita en Bruselas una personalidad recia y, sobre todo, con imaginación política. El hacedor de la modernización española se hace con las riendas del proceso de unificación de Europa. Después de cinco años de servirla, nuestro héroe podría descansar tranquilo, aunque lo más probable sería que lo reclamase su pueblo para que continuara la labor emprendida.Si alguien contase la anterior historia como si hubiese rozado lo posible, creeríamos estar soñando, tanta es la distancia que le separa de la realidad, y, sin embargo, algo transparenta de plausible, en cuanto, pese a la situación en que se encuentra nuestro país, durante una o dos semanas pareciera que se hubiese producido una cierta aquiescencia entre los Doce en tomo a la opinión de que Felipe González, en un momento especialmente delicado, podría ser el presidente adecuado para la Comisión. A una España con siglos de aislamiento a sus espaldas le hubiera sentado bien ver a un- español presidiendo una institución europea que necesita fortalecerse para enfrentarse a la ardua tarea de conseguir la unión monetaria, pieza clave del futuro de Europa.

La realidad, como no, podía ser menos, se ha impuesto a todas las alucinaciones y espejismos. El hecho es que, por un lado, Felipe González no puede abandonar el Gobierno sin fuertes costes para su partido, hasta el punto que su salida podría poner en cuestión la estabilidad del sistema y, por otro, la Unión Europea, pese a estar amenazada desde diferentes frentes, ha dado prueba de toda su fragilidad al ser incapaz de encontrar otra solución que la más rutinaria y burocrática que se deriva de consensuar por los mínimos para lanzar por vez segunda a un luxemburgués a la presidencia, como si los jefes de Gobierno que integran el consejo siguieran empeñados en no advertir que Europa es otra completamente distinta tras la caída del muro de Berlín.

Empero, no habría que echar en saco roto la posibilidad de que la Comisión hubiera sido presidida por un español, conformándonos con subrayar lo obvio, que en las actuales circunstancias el presidente de Gobierno español, después de 12 años en el cargo, está menos disponible que nunca. Tal vez no sea ocioso dar cuenta de la aparente paradoja de que cuanto más tiempo Felipe González está en el cargo, más irreemplazable se le considera, regla que creíamos sólo era aplicable en las dictaduras, como muestran el ejemplo de Franco en el pasado o el de Castro en la actualidad. El que no haya podido suceder lo que desde una óptica democrática hubiera parecido lo más normal y deseable exige alguna explicación. Los presidentes de Gobierno de Bélgica o de Holanda, por no decir el de Luxemburgo, son sustituibles sin mayor problema, pero no el de España, después de 12 años en el cargo.. Convendrá, pues, averiguar las razones que explican que el proceso de renovación democrática en España, lamentablemente, no haya podido culminar con la presencia de un español al frente de la Comisión Europea, justamente en un momento en el que se precisa de una nueva perspectiva y de una profunda renovación de las instituciones comunitarias.

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Y el asunto tiene su enjundia. La historia contrafactual -especular con lo que hubiera podido ser, pero no ha sido- es una forma enriquecedora de acercarse a la realidad por el envés. Que no haya sido posible el que se realizase este sueño refleja la otra cara de lo que también hubiera sido tal vez factible y que constituye justamente aquello en lo que creímos y esperamos un buen montón de españoles. Seguro que el lector no habrá dado crédito a sus ojos al encontrarse al arranque de este artículo con la ficción de lo que tendría que haber ocurrido para que Felipe González, después de haber sido ordenadamente sustituido a la cabeza del Gobierno por otra persona significativa de su partido, hubiera podido ocupar un cargo en las instituciones comunitarias.

Para España y para Europa hubiera sido bueno que en esta ocasión se hubiera producido un salto cualitativo por el que, de una parte, en nuestro país dejase de constituir un trauma cada cambio de presidente -no olvidemos que UCD se hundió en el intento- y, de otra, se superase la fea costumbre de enviar a Europa -al Parlamento y a la Comisión- a los políticos de tercer nivel o los jubilados de la política nacional, y se hiciera patente que trabajar en las instituciones europeas resulta atractivo para un político de prestigio., todavía joven, que reúne la experiencia de haber presidido el Gobierno de su país por largos años. La Unión Europea empezará a ser realidad el día en que sea más importante presidir el Gobierno de la Unión que cualquiera de los Gobiernos de los Estados miembros.

En negativo, toma relieve todo lo que se debería haber hecho en la última docena de años y por desgracia no se ha hecho: una renovación profunda de la estructura productiva, poniendo el acento en la innovación tecnológica, en vez de una política monetarista de atracción del capital internacional, hoy casi exclusivamente especulativo, que se va con la misma facilidad con que llega. Consolida ción de la democracia, al fortalecer, por un lado, la indépendencia de las instituciones esta tales -vigencia real de la división de poderes- y, por otro, la presencia de la sociedad, crean do"las condiciones para que actúen y se desarrollen una gama variada de asociaciones, y la llamada sociedad civil no quede reducida exclusivamente al entramado de las empresas confines lucrativos; imprescindibles, desde luego, pero que, cuando son las únicas, es decir, monopolizan a la sociedad civil, resultan dominadoras y atosigantes. Mejorar la, vida democrática real exige el desarrollo de un tejido asociativo con fines muy diversos por el que discurran caminos amplios de participación, sin que, como suele ser el caso, la sociedad civil termine por confundirse con la mercantil. No en vano fueron los socialistas los que, en oposición al burocratismo estatalista del modelo soviético, insistieron en el papel fundamental de esta dimensión pública de la vida so cial, que debe configurar un espacio propio entre el mundo privado-familiar y el productivo-laboral

Precisamente este espacio público, no estatal, es el que permite el despliegue de la democracia en todas las direcciones. Desde él surgen las fuerzas que imponen una redistribución más equitativa de la renta y crean las condiciones para

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una solidaridad intrasocial, producto, a la vez que condición básica, para un desarrollo democrático. El déficit democrático del que desgraciadamente hay que dejar constancia en estos últimos años se traduce en un aumento sustancioso de la desigualdad social: se ha acumulado más riqueza, pero se reparte de manera todavía menos ecuánime.

Un capitalismo más especulativo que productivo, como el que alentó la política económica de este periodo, arrastra consigo un paro creciente, a la vez que no puede subsistir más que frenando el Estado social y desmantelan do lo poco conseguido en este ámbito. Si se ha desmoronado el aparato productivo y el país se desindustrializa, centrándose otra vez en los servicios, en primer lugar el turismo, se impone desmontar la legislación laboral y dejar al trabajador desprotegido para que volvamos a ser competitivos -ioh, falsa ilusión!- otra vez por los salarios bajos.

Si las instituciones estatales y las públicas -como los partidos y sindicatos- son controladas por cúspides muy reducidas y el partido en el Gobierno aspira a perpetuarse manejando todos los hilos, el país se queda sin referencias intermedias entre el poder superconcentrado del Estado y el entramado empresarial, también muy concentrado en pocas manos. Pues bien, este vacío social y democrático es el mejor caldo de cultivo para que broten y crezcan corrupción y mafias.

En este sentido, el caso Roldán es harto ilustrativo, ya que resulta inconcebible sin una corrupción generalizada en el Ministerio del Interior, que a su vez no puede mantenerse tanto tiempo ignorada, sin que ocurra otro tanto en otras instituciones estatales y, sobre, todo, sin una sociedad que en la cima económica lo tolera porque, en último término, se beneficia. El que se conozca la lista bastante completa de las empresas, así como las cantidades que pagaron en concepto de soborno al ex director general de la Guardia Civil, y todavía no se les haya pedido responsabilidad penal -que yo sepa, aparte de su mujer, nadie ha sido procesado en relación con las actividades de Luis Roldán- muestra hasta qué punto no existe la menor intención de tirar de la manta, lo que, por el reverso, revela el . grado de inseguridad jurídica que caracteriza a la España actual.

El caso Roldán, lejos de ser una excepción, señala, al contrario, una corrupción generalizada, y que se haya hecho de dominio público sin que el presidente de Gobierno haya asumido la responsabilidad política que le corresponde confirma los peores temores. Una lógica implacable lleva a la conclusión de que el presidente no se va porque no se puede ir: tales son las implicaciones y las ramificaciones de la corrupción generalizada.IU y el PP expresaron lo obvio y pertinente al pedir la dimisión del presidente por los escándalos de corrupción. Lo sorprendente -y ello es el sintoma más grave que denuncia la actual situación- es que, pese a su contundencia, no surtieran los efectos esperados y pasara el huracán como si se tratase de una tormenta de verano. Los que defienden la permanencia del, presidente -y no son, pocos en la clase política y en la sociedad- nos debieran decir, si no basta con lo del Banco de España y lo del Ministerio del Interior, qué cabe ya que pueda conocerse para que el presidente se dé por aludido.Las elecciones, del 12 de junio han mostrado' que, esta vez los escándalos de corrupción algún efecto han tenido sobre el electorado, pero, paradójicamente, gracias a un error estratégico del PP, debido a un oportunismo como todos, bastante ciego, han servido también para consolidar al presidente. Había, y hay que seguir pidiendo su dimisión por la corrupción descubierta que, por la estructura que muestra, apenas es la punta del iceberg, pero en ningún caso, porque hubiera perdido las elecciones europeas.Si todo sigue como los casos de Roldán y Rubio fueran excepciones imprevisibles, que pueden ocurrir hasta en las mejores familias, o se prefiere el cinismo de alegar que la corrupción existe por doquier y tampoco hay que tomarla demasiado en serio -los humanos somos como somos- y no se acumula la indignación de los unos con la vergüenza de los otros para cortar por lo sano y tratar de volver a empezar con mejor pie, convocando elecciones generales, entonces más vale abandonar toda esperanza sobre el futuro de este país.El PP, al seguir insistiendo en la dimisión del presidente, no por los escándalos de los que es el primer responsable político, sino porque el partido en el Gobierno ha perdido las elecciones al Parlamento Europeo, produce un efecto demoledor: al repetir la demanda de dimisión, ahora por no contar ya con la mayoría del electorado, desvaloriza y hasta trivializa la causa anterior.. La imagen que la sociedad percibe es la de un PP obsesionado con la dimisión del presidente, no importándole demasiado el motivo por lo que la pide, porque sabe que se le puede pasar la ocasión única de alcanzar el poder, como si el presidente fuera tan tonto para convocar elecciones cuando no es el tiempo debido, y además sabe que las perdería.

Al no tener la razón en este caso, debilita la que tenía en el anterior. Las elecciones lo fueron al Parlamento Europeo y obviamente no tienen efecto sobre la constitución del Parlamento nacional. También John Major perdió las elecciones europeas y está intentando capear el temporal, esperando, como los socialistas españoles, mejores tiempos. En un régimen parlamentario, para gobernar hay que contar con el apoyo de la mayoría de un Parlamento, elegido para un periodo de tiempo determinado, pero no se necesita el apoyo continuado del electorado, basta con tenerlo el día en que se convocan elecciones generales. Y ello, en el fondo, es una ventaja del sistema parlamentario que exige únicamente para gobernar que se cuente, más allá de las oscilaciones de la voluntad del electorado, con, una mayoría en la cámara. Si se quiere, representa un salvaguardia frente a la demagogia, ya que posibilita el hacer políticas impopulares de las que se espera a medio plazo resultados convincentes para todos.

El PP, cargado de razón para pedir la dimisión del presidente, por la responsabilidad política que le compete, se queda sin ella, al seguir pidiéndola, porque ya no cuenta con la mayoría del electorado. Esta segunda petición de dimisión del PP, anula en cierto modo la primera, otorgando el presidente nueva legitimación, aunque, de hecho, siga hundido y chapoteando entre tanta polución y mentira como se ha ido acumulando en estos 12 años.

Ignacio Sotelo catedrático de Ciencias Políticas de la Universidad Libre de Berlín.

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