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Macizorras de terraza

Francisco Peregil

Eso de que la camarera que te pone el cubata en Rosales, la Castellana o donde sea mida un metro ochenta y sus ojos compitan con la luna cansa un poco. Nunca amarga un dulce, de acuerdo, pero empalaga y mosquea tanta nalga suelta, tanta riñonera de diseño, tanta niña Martini sin patines, tanto morrito saliente preguntando qué vas a tomar. La cosa sigue siendo denigrante si el fulano de la bandeja mide dos metros y deja a Paul Newman como vendedor de pañuelos o representante de Prosinecki. Uno sólo desea que le sirvan pronto y bien, pero desde lo alto de sus miradas, sus coletas de caballo y los collares indios pegados a cuellos bronceados, ellas y ellos sólo pretenden que les pagues más pronto y mejor, a ser posible antes de catar la bebida. Algunos de estos bellísimos ejemplares parten de la base, justificada en algunos casos, de que todo el mundo quiere ligar con ellos. El cliente tiene derecho a imaginar que puede poner una pica en la mismísima barra de Bolero y ellos a pararle los pies desde el primer momento. Pero entrar en ese juego de cartas marca das, cansa y aburre. Además, a veces, ellos y ellas pululan despacito sin bandejas, como los radares móviles camuflados en coches normales que van a implantar los de Tráfico. O sea, que vas, les dices eso de cómo te llamas o en qué trabaja tu padre, y ella o él te sonríen y te hunden con un qué quieres tomar.

Puestos a escoger, prefiero al trianero barrigón de camisa blanca y tiza en la oreja que te ofrece la chirla, la patata brava, el boquerón en vinagre, la morcilla, la aceitunita aliñadada, todo junto y revuelto en una .palabra. Cuando acaba de recitar, sólo te queda el sonsonete en el oído, pero para entonces ya andará el hombre a vueltas con Felipe González, el Betis, Pepe Pinto o Sanani el de las Tortas. Que sí, ¿le acuerdo, que tiene que haber de todo, pues muy bien. No se trata de que se les prohíba a los guapos servir cerveza, sino de que de vez en cuando los dueños de las terrazas cambien de táctica. Si lo que quieren es nuestro dinero, pues que nos sorprendan algún verano. Por mi parte, propongo que en algún local contraten licenciadas-os en filosofía. Alguien que te suelte una cita de Chesterton, Nietzsche o Bakunin como el que no quiere la cosa mientras le das una propina o te derrama el cubata en la pechera. "La alegría es un líquido; la felicidad, un sólido". Ahora tú ponte a pensar quién fue el imbécil que lo escribió. Si aciertas, que te invite el dueño a la copa. Y si conoces el libro y la edición, invitado una semana a lo que quieras.

O bien, gigolós jubilados contratados para vender cubatas y regalar aventuras, tácticas legendarias de ligoteos, descripciones de las mujeres más bellas que frecuentaron sus brazos, modos y maneras de acariciar pieles. O un profesor de bachillerato que te enseñe los anónimos amorosos que le meten entre los libros sus alumnas. Más ideas: que el camarero haya salido esa semana de Carabanchel. Que te cuente el último chiste de la trena, cómo se lo montaba para que no le violasen los kie (los duros), o cómo se convirtió en el rey de la cárcel el día en que birló a Manuel de la Concha cinco duros jugando a los chinos.

El caso es no hallar tras la bandeja una cara de esas que te hagan pensar que sigues viendo la tele, que aunque te muestres borde, simpático, sensual, torpe o espabilado, el sujeto en cuestión te seguirá mirando como si no hubiera nadie detrás de tus gafas.

El misterio de la noche radica en encontrar siempre algo desconcertante. En la Riviere trabaja una mulata guapísima que coloca el hielo muy bien dentro de los vasos. Tú le preguntas que de dónde es y ella te contesta en perfecto acento castellano que de Burgos, porque en verdad lo es. La gracia está en no proseguir la conversación, y, a ser posible, en no comenzarla.

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Sobre la firma

Francisco Peregil
Redactor de la sección Internacional. Comenzó en El País en 1989 y ha desempeñado coberturas en países como Venezuela, Haití, Libia, Irak y Afganistán. Ha sido corresponsal en Buenos Aires para Sudamérica y corresponsal para el Magreb. Es autor de las novelas 'Era tan bella', –mención especial del jurado del Premio Nadal en 2000– y 'Manuela'.

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