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¿Por que somos buenos para todo... menos la política?

El día antes del encuentro México-ltalia en Washington me entrevistó el diario La Repubblica de Roma para pedirme un pronóstico. Opiné que un empate uno a uno sería lo mejor para ambos países, golpeados, Italia, por los escándalos de la Tangentópolis, y México, por la catarata de sorpresas que se suceden desde el 10 de enero.Acerté.

En cambio, desde hace 40 años, me equivoco fatalmente en adivinar quién será el próximo presidente de México. Pero esto, durante toda mi vida de adulto, ha consistido simplemente en adivinar quién sería el candidato del PRI escogido por el presidente en turno y asegurado, por las buenas o las malas, de un triunfo electoral aplastante.

Bastaría enumerar algunas precandidaturas que me atreví a apoyar para concluir que mi récord de predicciones es lamentable: Javier Barros Sierra o Raúl Salinas Lozano en 1964; Mario Moya Palencia en 1976; Alfredo del Mazo en 1988. Sin embargo, sólo me opuse fervorosamente a un nombramiento, el de Gustavo Díaz Ordaz. Lo conocí personalmente en una tormentosa comida en casa de Elvira Vargas, y luego, luego lo calé psicológicamente. Su intolerancia provenía de una inseguridad básica. GDO suplía la ausencia de fuerza propia con el desplante y para sostenerlo debía echar mano de la fuerza ajena. Era, como se vuelve a decir hoy con peligrosa admiración, "echado p'alante".

El año pasado, deprimido no sólo por mis fracasos quirománticos sino por el ejercicio tedioso de la adivinanza, de plano me abstuve. Pero había algo más: sentí, por primera vez, que ya no iba a ser posible igualar los factores "candidato del PRI" y "presidente de México". Al menos en esta materia, mi bola de cristal volvió a funcionar.

La diferencia estriba, no en nuestros poderes de adivinación, ni siquiera en voluntades actuando desde arriba. El cambio ha sido desde abajo. Lo que impide ya igualar "candidato del PRI" y "presidente de México" es la sociedad civil mexicana, su capacidad de actuar, influir, hacerse presente. No más imposturas, fraudes, tapados, tlatelolcos. Si en la mayoría de los países de América, Europa y Asia, y hasta en la Suráfrica del apartheid, es posible que la ciudadanía se manifieste y traduzca su materia cultural, social, económica, en formalidad cívica, ¿hemos de ser los mexicanos la eterna, agobiante, singular excepción? ¿Como México no hay dos? ¿Quiromancia en México, democracia en el mundo?

Veo en la pantalla de televisión europea a nuestros excelentes jugadores. Son, qué duda cabe, una imagen de lo mejor del país: jóvenes, enérgicos, imaginativos, tienen voluntad y tienen metas. Pero lo mismo se puede decir de un país que en todos los campos sobresale mundialmente. Trátese del Premio Nobel de Literatura por Octavio Paz o del éxito sin precedentes de la película y el libro Como agua para chocolate, trátese de la actividad musical de Eduardo Mata o de Carlos Prieto, de la arquitectura de Ricardo Legorreta o Diego Villaseñor, de la pintura de Cuevas o Toledo, del cine de Hermosillo, Ripstein o María Novaro, México tiene una cultura de alcance universal que traduce fielmente el extraordinario desarrollo social y económico del país.

Nuestra política, precisamente, no refleja ese desarrollo. Es una política separada de la sociedad. Es una sucesión de apuestas, ritos, muecas, alardes, loterías, que se consumen en sí mismos, que terminan por no representar a nada ni a nadie. Zedillo puede darle grasa a todos los zapatos de la nación (excluyendo huaraches y pies desnudos, por supuesto) y Diego puede invitar a charlas a todos los aficionados taurinos de la república. El vodevil populista no los acerca al drama central: cómo hacer que coincidan, en fin, la sociedad civil y sus instituciones representativas.

Fue el dilema de España al morir Francisco Franco. La política era una cosa, la sociedad otra. La sociedad estaba viva, la política estaba muerta. Todos los actores políticos de España -el comunista Santiago Carrillo, el derechista Adolfo Suárez y el rey Juan Carlos como fiel de la balanza- pensaron en España, no en intereses partidistas; llegaron a los Acuerdos de La Moncloa y le aseguraron a un país de tradición autoritaria una transición democrática. En vez de salir a coger gachupines, los mexicanos haríamos bien, ahora, en salir a imitar gachupines.

Bernardo Sepúlveda evocó, con elocuencia, el tránsito español en la primera reunión de un grupo plural de mexicanos que pertenecemos a diversos partidos o a ninguno, pero que estamos no sólo preocupados, sino ocupados en contribuir a que la elección del 21 de agosto en México sea democrática, transparente, creíble y sin secuelas de violencia. El grupo reunido en casa de Jorge Castañeda se presenta como parte de la sociedad civil, no como un todo ni como un grupo que pretende erigirse en juez supremo de la voluntad ciudadana, como descalifica Zedillo, precisamente, a las pluralidades actuantes. ¿Insiste el PRI, como lo hace desde 1929, en concebir el país sólo a través de la unidad monolítica? Ésta ya es imposible, indeseable y, si se impone por la fuerza, mortal. El país no puede sobrevivir a un fraude, una sospecha, una ocultación más.

Los grupos plurales que se han constituido y se constituirán en México cumplen una función positiva. Dan voz a inquietudes y deseos de la sociedad civil que los partidos, por diversas razones, no saben interpretar. Pero dan fe, asimismo, de que la sociedad civil, su pujanza, su concepto de la nación, la cultura, la economía, la justicia, van por delante del Gobierno y de los partidos.

Se trata de un fenómeno universal. Las sociedades europeas ya no caben en sus partidos, los rebasan y a veces hacen estallar, como en Italia, el esquema partidista de los últimos cincuenta años. En los regímenes totalitarios, la pugna es mucho más tensa. Las energías encadenadas de Cuba o China, tarde o temprano, desatarán su fuerza y transformarán a sus países, no desde afuera con mascanosadas de Miami o torricelladas de Washington, sino como debe ser, desde adentro.

Con más flexibilidad que nosotros, los países del resto de la América Latina miran con inquietud y sobresalto la situación política mexicana. También ellos, pero en grados diversos, se encuentran en situaciones transitivas. Donde hay instituciones democráticas, los excesos de las políticas neoliberales pueden conducir, de todos modos, al estallido popular o al golpe militar. Del Caribe al cono sur, la pregunta es: ¿cuánta pobreza soporta la democracia? Traducir las reformas macroeconómicas de los últimos años en realidades positivas de crecimiento con justicia, productividad, empleo, salario, vivienda, escuela y salud. Tal es, como lo ha venido diciendo desde hace mucho Patricio Aylwin en Chile y lo empieza a decir Ernesto Samper en Colombia, el desafío latinoamericano de este fin de siglo.

Ya no se podrá responder con medidas autoritarias, centralistas. Ya no se podrá sostener una política coherente sobre la incoherencia del fraude electoral. Como en la cultura y el deporte, México debe, ahora, hacer que coincidan su sociedad y su política. De lo contrario, como a Maradona, nos van a sacar del juego.

Carlos Fuentes es escritor mexicano y premio Príncipe de Asturias de las Letras 1994.

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