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La visita de la dama

En su escenario ideal se entrelazaban estaciones de tren y grandes perspectivas de ruinas clásicas, ciudades desiertas e interiores burgueses que se abren a la fuga imposible del paisaje. Y en ese territorio del sueño, casi siempre, tan sólo figuras femeninas que parecen suspendidas lejos del tiempo o que se deslizan como en una cadencia alucinada. De él dijo André Breton que había hecho "del universo el. imperio de una mujer, siempre idéntica".Esa mujer desdoblada a partir de una única materia poética y los escenarios que conforman su reino hicieron de la pintura de Paul Delvaux. uno de los emblemas más inequívocos que Bélgica dio a la iconografía del surrealismo en la segunda mitad de los treinta. Así lo reconocieron, con Breton o Paul Eluard, los poetas clave del movimiento. Y, sin embargo, Delvaux no militó nunca plenamente en la ortodoxia oficial del surrealismo, por más que en él tuviera las raíces fundamentales que dieron origen al lenguaje de su ensoñación y que a él retornaran siempre, en definitiva, sus frutos.

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El impacto causado por la visión de obras de Giorgio De Chirico, Salvador Dalí y, ante todo, su compatriota René Magritte, con ocasión de la muestra Minotaure, celebrada en 1934 en el Palais de Beaux Arts de Bruselas, llevó a Delvaux a la destrucción de la práctica totalidad de sus telas anteriores y a la construcción de esa poética característica que fijará su fama. En el origen de su nueva sintaxis de lo imaginario son, de hecho, fácilmente rastreables las huellas de los tres artistas mencionados, y ante todo las de Magritte, a quien Delvaux citará incluso literalmente en muchas telas, pero que, sin embargo, no siempre mostrará, a la recíproca, un afecto semejante por su paisano y admirador, cuyo acentuado lirismo consideraba alejado de los vericuetos más corrosivos del combate surrealista.

Entroncando con la gran tradición del simbolismo belga, la pintura de Paul Delvaux se emparenta, desde luego, con la vertiente de la imagen surreal comunmente identificada con un territorio más afín al universo literario. Pero, ciertamente, el ideal femenino que vertebra su universo bien poco comparte con las aguas más oscuras y perversas que la imagen de la mujer acostumbra a remover en las navegaciones oníricas de los surrealistas.Esa distancia y el hecho de que Delvaux no se adscribiera en ningún momento a las posiciones ideológicas defendidas por el colectivo surrealista determinarán, como apuntábamos -pese a los lazos de analogía, las devociones despertadas y su presencia en muchas publicaciones y exposiciones esenciales del grupo-, una ambivalencia básica en su relación con la historia del movimiento.

Y, aun así, pasado el tiempo de las ortodoxias y las batallas seculares, sus imágenes impregnan con inquebrantable intensidad esa esencia medular que la memoria asocia a la poética visual del surrealismo, a modo de una de sus estancias mayores. El azar de la longevidad ha hecho de él, por añadidura, una de las ya últimas leyendas vivas asociadas al surrealismo histórico, tan íntimamente asociada a aquel periodo heroico, que, como sus figuras femeninas, lo creímos ya en cierto modo ajeno a nuestra propia temporalidad. Hoy, encerrado definitivamente en el silencio de sus escenarios, ha celebrado al fin un encuentro con esa dama, una y diversa, que tan a menudo su pintura asociaba también a los emblemas de la muerte.

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