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Tribuna:LA VUELTA DE LA ESQUINAEugenio Suárez es escritor.
Tribuna
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¡Esa puerta!

Nos conocemos desde hace largo tiempo. De cuando yo era un hombre ya entrado en copas y realizaba largas y cotidianas cabalgadas hacia ninguna parte, sobre la banqueta de la barra. Entre esos tiempos y aquellas libaciones el sorprendente páncreas, cuya mera existencia pasa desapercibida, ha levantado un muro que nunca se derribará. Volví, de vez en cuando, peregrino de mi nostalgia, sin sobrepasar un trago -bueno, quizá dos tragos- de blanco de las vecinas manchas de Ciudad Real o de Toledo. El vino, joven y paisano, para sentirse uno rey David, patriarca verde, pícaro y sabio.Aquel barman ágil y delgado, que se saltaba el mostrador a la torera, ya tenía tripa y no tiene pelo, tiene nietos y problemas con los proveedores; mayores gastos, ingresos reducidos, complicada la declaración, de la renta y descontento con los arbitrios y la inseguridad ciudadana. No está contento; es decir, como yo, había envejecido y siente la discriminación en razón de la edad, lo que considera anticonstitucional.

Se le alegraban las pajarillas al recordar las otras edades; no su pasado, al que rara vez alude y me hace pensar que quizá no lo tenga, sino el de los clientes, desaparecida la mayor parte y cuyas peripecias, chanzas y secretos -los secretos que se han dejado en el fondo del último vaso- están soldados a su vida como esa costra de moluscos y roca que se instala en la quilla de las barcas que ya no salen a la mar, que es el morir.

Me avisaron que se cerraba y allí me fui, a la clausura, en la hora que fue de bullicioso aperitivo, tertulias fijas; los cuatro, cinco oficinistas que se jugaban el vermú a los chinos, las menos de seis mesas, los dispares compadres del jueves y del sábado y su reiterada discusión para elegir el restaurante o la tasca del ceremonial gastronómico. El sediento precoz, en su habitual extremo del mostrador, con la espalda apoyada en. la pared. En cada bar hay un bebedor solitario, tempranero, jubilado y misógino que pega la hebra con el barman; mientras ordena la batería de botellas, porque no tiene con quien hablar. Como en esas comedias donde el tiempo hiere y mata, el cliente de la esquina es heredado por otro, que se le parece y los poco avisados apenas notan la diferencia.

Mi buen amigo, propietario veterano, había sido desvalijado varias veces. Más que la. recaudación -nunca cuantiosa- le dolían los desperfectos en el mobiliario y que se llevarían la lotería y las cajetillas que administra su sobrina. Especialmente la violación sistemática de una puerta blindada, reforzada, anclada en el muro, escalonada con cerrojos de seguridad. Inútil; los ladrones, quizá siempre los mismos, conocían todas las precauciones, como si las hubieran inventado ellos.

Superviviente de una parroquia desvanecida el hombre regresó a su soleada tierra levantina, donde la gente sale a la calle para retratarse con una nube sobre la cabeza. Con los redaños del retratarse con una nube sobre la cabeza. Con los redaños del traba jador autónomo y las existencias de su bar madrileño, allí montó el mismo negocio, el único que sabe. Un fugaz viaje hacia aquel reseco territorio me llevó a la taberna del amigo. Nos alegramos mutuamente y al pedirle noticias de la renovada actividad se le ensombreció el semblante. Los impuestos, gabelas y chinchorrerías le estaban esperando y también le visitaron los ladrones a poco de instalarse.

-Me traje aquella puerta, ¿sabe usted?

Nada vi. No había puerta. Respondió a mi perplejidad:

-Los ladrones. Los guardias. El Ayuntamiento. Han tomado muy en serio las ordenanzas que obligan a que los accesos se franqueen hacia fuera, cuando me había costado un riñón instalar la barricada. He recibido varios requerimientos amenazadores, para que la puerta se abra en sentido contrario. Como no conozco los sitios donde se trafican las influencias ni dinero para nuevas obras, he resuelto la situación aplicándome la ley Corcúera.

- ¿Que ha hecho qué? -repuse, desconcertado.

-Le he pegao una patada a la dichosa puerta. Ya no hay, puerta. Ni para adentro ni para afuera. Sólo el cierre metálico de persianilla que bajo cuando me recojo. Desalienta a mis ladrones y desconcierta a los municipales, que no atinan, a ponerme una multa por no hacer algo que es imposible.

Me convidó a otra ronda. Hombres así necesita España.

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