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Toral y las maletas

Mario Vargas Llosa

Cuando Cristóbal Toral supo que el primer hombre había llegado a la Luna se alquiló un traje de astronauta y así ataviado, con escafandra y todo, salió a exhibirse por las calles de Madrid. De este modo quería manifestar su júbilo ante el mundo por esa hazaña de la imaginación, la ciencia y la técnica que permitió al ser humano cruzar los espacios estelares y poner los pies en aquel astro apagado que, desde tiempo inmemorial, azuzaba la fantasía y el sueno y aparecía en todas las metáforas de amor, clásicas o románticas.Me hubiera gustado verlo dando aquel espectáculo. Me lo imagino perfectamente, pequeño, rutilante y fortachón, asombrando a los transeúntes del centro madrileño con su insólito disfraz, y, también, con su jocundidad y su ímpetu vital, esa fuerza contagiosa que transpira su persona y que va precediéndolo en la vida como una proa. Había mucho de pose en aquel gesto teatral, claro está, pero asímismo una genuina exaltación recóndita por aquella aventura que reunía como un un haz tantas obsesiones recurrentes de su pintura: el espacio y la ingravidez, la realidad del conocimiento científico y el mundo fantástico de la imaginación, el desarraigo y los viajes.

Aunque teme a los aviones y (físicamente) se mueve poco por el mundo, dudo que haya otro pintor, vivo o muerto, más viajero que Toral. Pocos han llegado tan lejos desde unos comienzos tan humildes y difíciles y ninguno ha construido una mitología plástica del éxodo, la partida, el desplazamiento y la mudanza tan rica y tan sugestiva como la que anima sus cuadros. Aunque fuera sólo por eso ya podría decirse de él que está en la cresta de la ola de la modernidad pues ¿no es acaso el nuestro el tiempo del viaje por excelencia, el tiempo en que el mundo se encogió como una piel de zapa y puso sus extremidades más remotas al alcance de todos los mortales, el de las frenéticas hordas de turistas y el de las emigraciones trágicas? Unos en pos del placer y otros huyendo del odio y la muerte, en busca de mejores destinos o perseguidos y expulsados, por elección o por falta de alternativa, los humanos nos movemos hoy como nunca antes en la historia y las fronteras que aún no se han desvanecido están agujereadas como coladeras y se muestran impotentes para atajar a las muchedumbres semovivientes. Ese mundo poseído por el demonio del tránsito, que es el que nos tocó, ha encontrado su santo y seña visionario en los pinceles de Toral. Pero, por fortuna, no sólo de vida contemporánea y experiencias recientísimas está hecha su pintura; ella es también antigua y casi intemporal, como las estrellas que encienden la noche o las retorcidas encinas de las sierras andaluzas en las que se crió.

Desde aquella época, la década de los cuarenta, en que ayudaba a su padre a fabricar carbón y vivía, en el campo antequerano, poco menos que como una cabrita salvaje, Toral dibujaba ya, con la furia tranquila y la convicción con que todavía sigue haciéndolo. Aún no había aprendido a leer y a escribir, pero, sin saberlo, ya estaba recorriendo ese arduo camino que lo llevaría, cuarenta años más tarde, a exponer en las más prestigiosas galerías y museos del mundo. No hay nada más misterioso que la vocación, sobre todo cuando aparece con la precocidad y la fuerza rectilínea con que despuntó en este niño agreste y marginal, y que unos cazadores de paso advirtieron un día, sorprendidos, aconsejando al padre que lo llevara a la Escuela de Artes y Oficios de Antequera, donde podría pulir y enriquecer aquella buena disposición.

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Así comienza esa historia personal de sacrificios y esfuerzos sin cuento, pero también de muchos éxitos, en los que, primero en la Escuela de Bellas Artes de Sevilla y luego en la de Madrid, y por fin en la Babilonia de Nueva York, Toral iría adquiriendo una técnica y familiarizándose con los secretos del oficio, aprendiendo a moverse con desenvoltura en el gran laberinto del arte de su tiempo y a aprovechar la riqueza vertiginosa de los clásicos, sobre todo la gran tradición española, a cuyos pináculos, Velázquez y Goya, homenajearía más tarde en dos de sus más célebres lienzos: D'aprés Las Meninas (1974-75) y Daprés La familia de Carlos IV (1975).

Con ayuda de todo ello y trabajando, trabajando siempre sin tregua, con una disciplina endemoniada, sin distraerse ni sucumbir nunca a la complacencia, se iría perfilando su propio mundo de pintor, esa vasta y original geografía que, pese a su diversidad temática y a sus distintas etapas -los levitantes objetos chagallianos, las frutas ingrávidas flotando en la oscuridad del espacio infinito, la pulverización casi abstracta de los elementos, los bodegones de viciosa perfección realista, los melancólicos desnudos de carne rosada y los cuadros desgarrados o ejercicios de trompe l'oeil, hasta la más profunda y permanente de toda la escenografía relativa al viaje, las maletas, los andenes, los trenes, las cuartos desolados, los muebles ocultos, los personajes que llegan o que parten y los que yacen yertos y mutilados o enfardelados, al final de su camino- senos aparece tan coherente y trabada como si cada una de sus fases predeterminara la siguiente y fuera fatídica sucesión de la anterior, ni más ni menos que como se ordenan los capítulos de una magnífica novela (Toral ha dicho alguna vez de su pintura "que conviene leerla bien"). Toral pertenece a una generación de pintores que, cuando el arte no figurativo comenzaba a perder el ímpetu y a desfallecer en el manierismo de los epígonos, se atrevió a retornar a aquello que para los artistas modernos -por un prejuicio estúpido- había pasado a ser sacrílego: la realidad y la anécdota. Pero, decir de él que es un pintor realista no es decir gran cosa, pues realismo y abstracción son categorías demasiado generales para definir nada, meras referencias incapaces de apresar lo particular y lo específico de cada artista. Como ha escrito muy bien José Hierro, la definición de 'realista' no lleva implícita "la sensación de irrealidad, el aura mágica que rodea y transforma a cosas tan reales" como las que aparecen en los cuadros de Toral.

Precisamente, lo que a mí más me admira y me conmueve en sus cuadros es esa extraña alianza de realidad y fantasía, de dominio técnico y aventura del espíritu que, a la vez que nos instala en un mundo cotidiano inmediatamente reconocible poo nuestra experiencia, nos traslada: sin embargo a un enclave distinto y subjetivo, que presentimos edificado con fantasmas cuajados en una intimidad secreta, contexto impalpable y sutil, hecho de pesadillas y de sueños, de deseos y de miedos que baña aquella realidad como un velo desrealizador.

Aunque todos los elementos que integran esa imagen tengan su correlato en el mundo real,

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éste no es nunca como aparece después de pasar por los pinceles de Toral: tan bien organizado y tan perfecto en su composición, ni tan insólito en sus mezclas, ni con esas gradaciones tan. delicadas de sombra y de color, ni con una desolación y una ternura semejantes ennobleciendo los más insignificantes objetos. Ni los horizontales que contemplamos en el mundo real son capaces de lucir el cromatismo esplendoroso- que tienen en el suyo.

En uno de sus lienzos más turbadores, Mujer mirando una fotografía (1982), aparece una de esas muchachas que pueblan a menudo sus cuadros -una joven que se adivina provinciana, modesta, sin dinero, extraviada en la urbe hostil-, rodeada de mesas y si llas vacías a las que se va tragan do una sombra que parece segregada por el desamparo y la soledad en que está sumido el personaje. Una maleta, unos paquetes y una cartera indican que la mujer se halla aquí de paso, que éste es sólo un momentáneo reposo en medio de su tránsito. Pero la infinita opresión y la tristeza sobrecogedora que inundan al espectador de esta escena están determinadas, aún más que por aquellas asociaciones anecdóticas, por la atmósfera de medias. luces y medias sombras que va suavemente degradándose hacia el fondo en unas tinieblas en las que parecen anidar insondables peligros, acaso monstruos, acaso la muerte. Y, también, por la pesadilla repetida de esas sillas y mesas de glacial consistencia que, se diría, encarcelan amenazadoramente a la muchacha y no la dejarán ya escapar. La simetría, la elegancia, la perfección, la recóndita indiferencia de aquellas presencias inmóviles no son de este mundo, o, tal vez, sí, y más bien, como las ficciones de Kafka, que Toral admira y asegura han influido en su obra, ellas nos delatan, bajo la apariencia engañosa y trivial de las cosas cotidianas, la existencia de una turbadora realidad soterrada. Como en éste, en todos los cuadros de Toral, el 'realismo' no es otra cosa que un vehículo para que un creador de nuestro tiempo que domina como pocos sus medios expresivos, vuelque en imágenes de un rico simbolismo y de exquisita factura, una intimidad sobresaltada por perturbadoras figuras en las que descubrimos las caras de nuestras propios demonios.

Copyright: Derechos mundiales de prensa en todas las lenguas reservados a Diario EL PAÍS, SA, 1994.

Copyright: Mario Vargas Llosa 1994.

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