Conchita Navratilova
Conchita Martínez es una demostración práctica de que el progreso de la humanidad existe; de que, pese a Yugoslavia y Ruanda, la historia del género humano es la de un progreso constante, punteado por algún que otro atroz zigzag. La imagen clásica de la tenista aragonesa -es de esperar que desde ayer arrumbada en el baúl de la historia- era la de una mente errática y encogida escasamente conectada a un brazo amenazador y extensible.Con la mente impedía Conchita, más frecuentemente de lo que sus admiradores desearíamos, que el brazo, potencia retráctil y devastadora cuando se le deja a su sabor, diera de sí todo el tenis que lleva dentro. Después de Wimbledon, nunca más.
Pero cuando la mente se libera, el brazo de Conchita se convierte en una fuerza hidráulica, en un martillo pilón del revés y del drive, en la mejor extremidad unida a una raqueta que ha tenido España en el tenis femenino de todos los tiempos.
La tenista checo-nor-teamericana de 37 años pensó que su única posibilidad de ganar su décimo Wimbledon consistía en aplicar las reglas del libro, con la tenacidad implacable de los grandes veteranos. En la hierba, afirman los clásicos, los partidos se ganan subiendo a la red, creando en torno al filamento un cedazo de emboscadas con el que ir diluyendo las ansias de victoria de cualquier rival. Conchita, por añadidura, era una tenista de tierra batida. El peso de la historia, tantos años de tenis, tenía que estar, sin duda, con Martina.
De esa forma, Navratilova debía ganar los puntos de su resto con los golpes cortados, una sutilísima tela de araña con la que debía envolver a una tenista fuerte, en forma, con una excelente gama de golpes, pero menos hecha a la omisión del golpe que se amaga tanto o más que el que se da. Y, a continuación, remachar la victoria sobre su propio saque jugando allí donde los héroes ven el rictus del adversario cuando se pone la bola lejos de su alcance: en la zona del penalti, que en tenis llaman red. Con esas armas, la gran deportista, al final ya de su insuperable carrera, esperaba fabricar el camino a la victoria.
Pero ignoraba que Conchita Martínez, cuando su brazo y su cabeza son una sola ortopedia deportiva, no precisa de fabricación alguna; le basta, simplemente, conjugar. Y, así, mientras Martina cargaba como un pura sangre que apura sus últimas reservas para ganar las alturas donde se administra el smash decisivo, Conchita le dejaba embriagarse de tanta cordada mientras ella elegía a qué cuadrícula correspondía el golpe de respuesta, casi indefectiblemente, ganador.
A Conchita Martínez le cupo cada palmo cuadrado de la verde hierba londinense en la cabeza, hasta el extremo de que sus restos parecían jugadas de ajedrez. Alfil 3 a Reina destronada. Jaque.
Martina Navratilova murió ayer, por ello, estrangulada en su propia red.
A Conchita le falta todavía algún camino -de perfección- que recorrer y, justamente, lo que aún persigue es lo que Navratilova avaramente retiene. La dejada de revés que calibra y bisela con la precisión de un nonio, con la que impidió que su espléndido y galante combate contra el tiempo acabara en descalabro, y su imbatible capacidad para ser contemporánea de la eternidad son valores que sólo se aprenden con el tiempo.
Conchita Martínez puede hacerlo. Por eso ganó ayer su primer torneo de Grand Slam en las pistas de hierba del All England Tennis Club. De apellido, Wimbledon.
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