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La violencia sin sentido

Como el cáncer, el sida, la esquizofrenia y otras enfermedades devastadoras que tanto tememos, pero que la realidad nos obliga a aceptar, la violencia forma parte inseparable de, la naturaleza humana. Desde un punto de vista psicológico, la violencia sádica y sin sentido es especialmente chocante y nos produce un profundo sentimiento de horror, confusión, náusea y dolor. Este tipo de agresiones malignas nos enfrenta con las trágicas consecuencias del desprecio a la vida, la indiferencia hacia el sufrimiento humano y, en definitiva, la carencia de empatía, esa cualidad tan humana que nos permite ubicamos genuinamente, con afecto y comprensión, en la realidad ajena.El miedo a ser víctima de un crimen acecha constantemente al hombre y la mujer de nuestros días. Pero la aprensión a ser objeto de un ataque brutal fortuito, sin causa ni razón, a manos de un extraño, posee un ingrediente terrorífico singular. Lo estremecedor de estos sucesos al azar es que rompen los esquemas, las hipótesis y expectativas sobre lo que debe ser la convivencia en una sociedad civilizada. Cuando un inocente cae víctima de la violencia sin sentido -como en el caso del reciente asesinato en el transcurso de un juego de rol en Madrid-, todas las premisas establecidas sobre el orden social en el universo se vienen abajo.

La conducta de los agresores pone casi siempre a prueba nuestra capacidad de entendimiento. Aunque no suelen mostrar síntomas de psicosis o de haber perdido el contacto con la realidad, sus actos escalofriantes no parecen estar basados en motivos que tengan sentido para el resto de las personas. Algunos cometen agresiones diabólicas a sangre fría tan fuera de los límites de la experiencia humana que parece como si pertenecieran a una especie animal diferente y maldita.

Durante siglos, muchas culturas han simbolizado en imágenes demoniacas estas tendencias humanas perversas. De hecho, la figura del demonio a través de la historia ha servido para personificar lo que los hombres, como criaturas intrínsecamente sociales, no pueden permitirse ser. Pero para estos asesinos lo demoniaco no es un símbolo, sino un estilo de vida real. Por esta razón, hay autores que definen los rasgos caracterológicos de estos verdugos como el síndrome de Mefistófeles.

Citar el infierno como fuente (le motivación de la malignidad humana no es nada nuevo, como tampoco lo es interpretar los fallos morales como enfermedades mentales. Para muchos, las personas que cometen estas atrocidades deben estar locas, no tienen más remedio que haber perdido la razón. La naturaleza exacta de la enfermedad mental no es lo que generalmente importa, pues está claro que cuanto más infame y sanguinario es el crimen más convincente es la proposición de que se trata de la obra de un enajenado.

Los agresores violentos suelen ser catalogados por los medios (le comunicación y la literatura jurídica como psicópatas o sociópatas. Sin embargo, desde sus orígenes estos conceptos han estado envueltos en intensa controversia. Una pregunta que muchos expertos se hacen es si produce algún beneficio real tratar de entender las motivaciones y la dinámica psicológica de estos degenerados incorregibles, en lugar de considerarlos aberraciones irreparables de la naturaleza humana o simples "mutantes del infierno".

En psiquiatría hablamos de trastornos antisociales de la personalidad. Las características de estos personajes incluyen la superficialidad unida a la locuacidad; como además sufren de demencia semántica, las palabras están para ellos desprovistas de significado o de connotaciones afectivas. Son expertos en la racionalización la evasión y el engaño. Buscan compulsivamente sensaciones intensas, lo que no es fácil, pues tienen un umbral muy alto de estimulación. Estos sujetos -en su mayoría hombres entre 15 y 40 años de edad- sólo pueden experimentar la sensación de poder en el contexto de la explotación y el sufrimiento de la víctima, la humillación, el dominio, la tortura y el control sobre la vida de seres que consideran vulnerables, débiles u objetos inanimados. Al mismo tiempo, carecen de la capacidad de sentir compasión, culpa o remordimiento.

Albert Camus, en El extranjero, describe este hombre alienado, desconectado, sin lazos ni ataduras con nada ni nadie, víctima de la desintegración social. Es el hombre que mata y no siente nada, y que termina su vida vacía y absurda soñando con el día de su ejecución, cuando las hordas exaltadas de espectadores le reciban con gritos de odio y con maldiciones.

Aunque no conocemos la causa de la personalidad antisocial, entre las explicaciones más extendidas se encuentran las que la atribuyen a factores genéticos, a daños cerebrales, a problemas del aprendizaje y, en particular, de la capacidad de autocontrol o de la aptitud para discernir entre el bien y el mal. Por otro lado, estos trastornos también se han relacionado con la anomia: el desmoronamiento de las reglas morales, de los principios culturales y de las normas más básicas de conducta de una sociedad. La anomia produce hombres y mujeres con un irritante desdén hacia la vida, rabiosamente insatisfechos, resentidos, desmoralizados, que persiguen sin descanso vivencias destructivas malignas que les distraigan momentáneamente del vacío y la banalidad de sus existencias.

La relación estadística entre el abuso infantil y la agresividad en el adulto no es indiscutible, pero resulta demasiado convincente como para ignorarla. Es un hecho que la crueldad, tanto física como emocional, el abandono y la explotación mutilan psicológicamente al niño y le transforman en un ser sádico y destructor. Estudios recientes demuestran que el maltrato de los niños en el hogar se puede predecir con una precisión tan exacta como deprimente. En efecto, son moradas donde cunden las privaciones, la ignorancia, la inseguridad, las frustraciones y la desesperanza. Familias en las que los hijos ni se planearon ni se deseaban, mientras que los padres son impulsivos, propensos al abuso del alcohol o de las drogas, aislados y sin recursos económicos ni afectivos para llevar a cabo las enormes tareas y responsabilidades del cuidado y educación de los pequeños.

Aunque la personalidad antisocial se ha convertido en la expresión paradigmática de la naturaleza humana en este siglo, lo cierto es que este tipo de carácter no es un producto de la sociedad contemporánea, sino que siempre ha existido. De hecho, hoy el número de estos individuos es relativamente bajo, aunque parezcan legión al ser la visibilidad de sus actos malévolos muy alta, gracias a la atención de los medios de comunicación, que se encargan de alimentar la fascinación por la violencia que caracteriza a nuestro tiempo.

No se puede negar que el ser humano es el único animal que, impulsado por la pasión de vivenciar el dominio total sobre los demás, llega a destruir por destruir, a torturar y matar a sus propios compañeros de vida, sin motivo ni razón, e incluso siente satisfacción al hacerlo. Basta re pasar la historia de la humanidad, desde los grotescos circos romanos hasta los brutales conflictos nacionalistas modernos, para horrorizarse de las atrocidades que los hombres cometen asiduamente contra sus semejantes. Hoy día, la gran mayoría de las investigaciones refutan la interpretación de la violencia sin sentido como fuerza instintiva o innata en el ser humano. La agresión maligna se perfila más como una capacidad latente que sólo algunas veces se activa bajo ciertas condiciones nocivas. No obstante, es algo que radica en la esencia humana. Como Jalil Gibrán escribió a principios de siglo en El profeta: "A menudo os he oído hablar del hombre que comete un delito, como si él no fuera uno de vosotros, sino un extraño y un intruso en vuestro mundo. Más yo os digo que de igual forma que el más santo y el más justo no pueden elevarse por encima de lo más sublime que existe en cada uno de vosotros, tampoco el débil y el malvado pueden caer más abajo de lo más bajo que existe en cada uno de vosotros".

Luis Rojas Marcos es psiquiatra y comisario de los Servicios de Salud Mental de Nueva York.

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