Crimen de importación
Supongo que mi capacidad de asombro no está de acuerdo con los tiempos que corren. Mi estómago (además de mi cerebro) no deja de sentir los impactos que le producen asuntos como los de esas carnicerías periódicas en nombre de una palabra, autodeterminación, que si bien en sí misma la entiendo e incluso la comparto, se me hace oscuro (¡y tan oscuro!) ese vínculo para algunos tan evidente de sangre-libertad.Pero aún no repuesta de esto llega a mis incrédulos oídos el asuntillo de los guerreros del rol, al mismo tiempo que un escalofrío a mi espalda y un sudor frío a mi frente. Tengo 21 años y descubrí el año pasado estos juegos por medio de algunos compañeros de universidad. Recuerdo que me pareció un cambio interesante respecto a las noches de copas en el pub de turno y un sustituto más saludable de las drogas de diseño. Y ahora, obligada a reanalizar mis conclusiones, no puedo, por más que lo intento, comprender las raíces de la aventurilla.
Sólo puedo suponer que la más absoluta, repugnante y diabólica locura (y no creo exagerar) se escondía detrás de los sujetos esperando una rendija (cualquier rendija) para manifestarse en toda su monstruosa magnitud. Le voy a ahorrar epítetos que venían a mi mente al escuchar el minucioso relato de la hazaña que uno de los protagonistas hizo para su diario, pero la idea fundamental era: señores, ¿qué es esto? Confieso que la fuga de El Dioni me inspiró una sonrisa, que los negocios de Roldán me produjeron indignación, pero sólo esta noticia me ha provocado vergüenza, vergüenza de mis 21 años y de cualquier semejanza, aunque sea remota, con esos sujetos.
Ahora sólo puedo esperar a que llegue el próximo crimen de importación y, cerrando los ojos, seguir pensando, en mi ingenuidad, que, como me enseñaron mis padres, la libertad de uno acaba donde comienza la de los otros.-
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