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Más solas que nunca

De la atenta observación primaveral de la piscina frente a mi ventana se puede ver claramente que el número de solos aumenta en Madrid. Sobre todo de solas.Bien es verdad que a las mujeres, según es tradición, les gusta más tomar el sol y ponerse morenas, y que aquí apenas están llegando las modas del miedo al cáncer de piel o al regreso de la palidez romántica. También es verdad que sólo a gente muy engañada por los clichés -sol equivale a salud, piscina significa confort, etcétera- se le ocurre invertir las tardes de dos meses (junio y agosto o junio y julio en esta vida ya escrita que todos llenamos, los solos también) en un patio con un poco de hierba enferma, una bañera grande incrustada en el piso, una ducha que es la que de verdad se utiliza para combatir el calor y el parloteo obligado de los loros de la comunidad, tan previsible como el lugar por donde ha de morirse el sol.

Aun así los solos aumentan. Y las solas. Hoy es sábado, un día excelente para comprobarlo. Si va usted de compras a un mercado -y eso que los mercados son más propicios a la familia numerosa y la tradición-, podrá ver a solitarios con buen paladar eligiendo besugos, melones y espárragos con un sólo criterio común: qué no sean demasiado grandes, pues si lo son se pudrirán.

Los mercados, me parece, son territorios más femeninos, pues a la mujer, sola o no, la han criado en el cuidado del dinero y de la cocina. Los supermercados, en cambio, pese a su nombre pomposo, son el medio natural del solitario pues allí su anonimato se confunde en la masa y no le avergüenza. Y allí las cosas se han adaptado a él: yogures de larga duración, vídeos que hacen olvidar el silencio, pantalones ya cortados para más o menos la longitud de su pierna. Aunque en los pequeños y caros cubículos que flanquean a modo de paredes esos charcos llamados piscinas hay teléfonos con contestador, no hay en cambio nadie para recibir arreglos de pantalones (el que invente un procedimiento se forra). Georges Duby, uno de los padres de la llamada Nueva Historia, que es justamente la que reivindica el papel del hombre común frente a la supuesta gesta del rey, del héroe, ha hablado de la "tristeza de los supermercados", una expresión que no sabemos muy bien a qué alude exactamente, pero que sabemos acertada. Es la tristeza de la soledad. De la soledad, en contra de lo que recomendaba Rilke, sin grandeza.

Volvamos a la piscina. Supongo que habrá charcos más grandes, en cajas más altas, pero lo cierto es que en la mía no hay niños y cuando los hay destacan como pequeños extraterrestes ruidosos. Lo cual, por lo demás, es algo que sucede en todos estos guetos de solitarios que lentamente se van comiendo la ciudad. En París, según estadísticas, la mitad de los hogares está ocupada ya por gente sola. No es aventurado pues predecir la llegada a Madrid, más tarde o más temprano, de viejecitos que hablan solos y mascan agua, y llevan al otro extremo de una correa un perrito por el que muchos de ellos darían la vida. Y no sólo viejecitos: los gatos de Roma, menos alegres aunque casi tan numerosos como los vecinos, viven gracias a la generosidad de infinidad de romanos que encuentran cierta tranquilidad de espíritu en alimentarles con panes viejos y los restos de los espaguetis a la pescatore del día anterior.

De modo que ahí están, tendidos y, sobre todo, tendidas alrededor de la piscina, durmiendo o leyendo el periódico (pocas veces otra cosa, y ése es otro misterio), distantes entre sí cómo las gaviotas por la noche, sin dirigirse la palabra. No hace tanto, uno hubiese dicho que hombres y mujeres solos, jóvenes y más o menos guapos, colocados bajo el sol al lado de una piscina, película. Quizá no ese día, pero sí al siguiente (pues el sol es una adicción y además se empeña en salir todos los días). Pues no. Yo, que los miro de vez en cuando, puedo testificar que se mantienen solos, indiferentes los unos a los otros, leyendo el periódico con una pasión que intriga: inútilmente procuro ver qué es lo que les interesa tanto.

No todo es tan generalizado ni previsible, como ya habrán adivinado, aunque sus ventanas no den sobre una piscina. De vez en cuando uno observa a una joven muy guapa tendida a no más de un metro de un joven corredor de bolsa (seguro que es corredor de bolsa, en eso no hay forma de equivocarse), que se concentra toda la tarde en el papel salmón de un periódico económico sin desviar un segundo la mirada, ni pedir prestada un poco de crema, ni intentar siquiera un "hoy pica mucho el sol" o "¡este Gobierno!" (a veces funciona). Ya está, dice uno, otro par de enfermos de misantropía, y se inquieta por el futuro de Occidente. Hasta que, harto al fin de sol, el corredor de bolsa se levanta, se inclina hacia el bolso de la chica, ¡lo abre! y coge las llaves del apartamento que comparte con ella desde hace un año más o menos.

Entonces los recuerdo de la última primavera. Por mis observaciones tengo comprobado que las parejas dejan de hablarse en la piscina de 10 a 20 meses después de irse a vivir juntos. Uno debe fijarse entonces en el dedo anular para saber su condición -si solitario de antes o solitario de después- porque a los ojos les ha vuelto la melancolía, el empacho de televisión y el hambre de siempre.

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