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Tribuna
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La muerte en directo

En EE UU circulan, perseguidas por la ley, películas en las cuales se mata gente. Se mata de verdad. No están hechas con actores, sino con asesinos profesionales que secuestran personas y luego las matan delante de las cámaras. Estas películas se pasan en sesiones privadas y hay que pagar un altísimo precio por asistir a una proyección.A mí me parece una perversión asquerosa convertir en espectáculo el asesinato de un inocente. Aún me parece más aberrante que se vea en grupo para legitimar el acto como un ejercicio de simple curiosidad, o para crear una conciencia sectaria que disipe las dudas o temores morales.

Por suerte, no he asistido nunca a una de esas proyecciones, mi nivel de abyección no ha alcanzado tal extremo, pero a pesar de llevar en este mundo muchos años me cuesta comprender que alguien obtenga placer al contemplar esas imágenes de seres inocentes gritando, suplicando que les dejen vivir, mientras el asesino se ceba en el crimen, se recrea al darles muerte para mejorar la calidad de la película, aumentando así su valor.

Éste es sólo otro de los muchos sucesos desgraciados y aberrantes a los que ha llegado el ser humano, que, gracias a su inteligencia, se ha convertido en el animal más cruel, despiadado y brutal de la naturaleza.

Pero, a fin de cuentas, esto es producto de mentes degeneradas que constituyen un capítulo dentro de la patología psiquiátrica. Es mucho más triste cuando el que patrocina, organiza y paga el espectáculo es el propio Estado.

En algunos países se sigue ejecutando a los reos en plazas públicas para que sirvan de castigo ejemplar. Aunque a primera vista no lo parezca, ambos sucesos, el de los documentales de los criminales y estas ejecuciones, tienen algo en común: "El gran espectáculo de la muerte en directo".

En la medida que la asistencia a estas ejecuciones es voluntaria, no se explica que tengan tal capacidad de convocatoria. Precisamente su ejemplaridad cumple una doble función, ya que atormenta al castigado y al espectador al mismo tiempo; al primero porque le corta el gaznate, y al segundo porque la exposición de la ejecución es una amenaza, una muestra de la consecuencia de transgredir una norma determinada.

Sin embargo, las ejecuciones públicas tienen un gran éxito. En algunos casos se podría pensar que la gente asiste en un acto de solidaridad con el reo, para manifestarle su adhesión, para servirle de consuelo, para demostrarle que está con él hasta el último momento, pero esto sólo ocurre en las novelas románticas, donde, además, al final, los buenos salvan al condenado y el pueblo se rebela contra el tirano. En este mundo, el de verdad, los que acuden a estos actos son partidarios de la pena y gozan con la ejecución, disfrutan con la muerte de un sujeto al que no conocen y cuyos delitos ignoran. Son ciudadanos de orden, gente de bien que siente recompensada su honradez en el pago del ejecutado. El castigo del de-lincuente es el premio del honrado.

Muchos, al comenzar a leer este artículo sobre las películas documentales hechas por asesinos, pensarían conmigo que sólo un psicópata podría resistir la visión de un acto tan horripilante, pero también creo que muchas de las personas que tenemos cerca, que nos rodean, que nos ilustran, de las que dependemos, incluso, por qué no, nosotros mismos, terminaríamos aceptándolas si se adornaran de una coartada que nos permitiera contemplar esas imágenes con cierta tranquilidad moral, como ocurre en estas ejecuciones públicas con cargo a los presupuestos del Estado, que con el tiempo se han convertido en sucesos sociales "bien vistos". Es decir, toda vez que fuéramos educados en ese entorno, y dicha actividad se convirtiera en cotidiana, perdería su rareza; algo que ahora nos parece una depravación acabaría siendo un caprichillo.

En estos tiempos de regresión ideológica, ética y moral, nos llega de nuevo, de donde nos llega casi todo, una polémica. Alguien afirma que, si la ley protege al ciudadano y ampara su libertad de expresión, no hay motivo para impedir la retransmisión de la ejecución de un reo por televisión, y en directo. Eso dice un gilipollas que está dispuesto a triunfar a toda costa.

Parece ser que el fulano que van a achicharrar en la silla quiere que retransmitan su muerte; no sé si para vergüenza del pueblo que exige ese tipo de castigo o para alcanzar la fama en el último momento; pero lo grave es que la posibilidad se está estudiando, y ahora, que la balanza de la justicia se incline de un lado o de otro sólo depende de en cuál de los dos platillos está sentado el letrado más elocuente.

Al margen de las razones del condenado, ¿qué interés puede tener para una cadena de televisión un programa de esas características? Uno solo: el comercial. Quieren aprovechar el bochornoso espectáculo de un hombre asesinado por el Estado, en cumplimiento de la ley, para vender productos de cosmética, alimenticios o. tal vez. dar recomendaciones institucionales del tito:

"No olvide cumplir sus obligaciones con Hacienda, por algo se empieza...", qué más da.

¿Tendré edad para asistir al espectáculo en el que pasen por la televisión ejecuciones de seres humanos con camisetas plagadas de marcas comerciales mientras los niños juegan indiferentes con sus cochecitos por el parqué de la casa?

Tal vez, en esto como en todo, hay que ser flexible. Yo autorizaría esa retransmisión una sola vez. Cogería al presentador que tiene tanto interés en hacer ese programa, que reivindica su derecho constitucional a hacerlo, y le daría la oportunidad de pasar a la historia de la televisión-. En un acto de coherencia con su forma de entender la vida, lo sentaría en la silla y le aplicaría la descarga. Después prohibiría para siempre cualquier tipo de intención comercial que pretenda convertir en espectáculo la muerte de un ser humano.

A lo mejor, un castigo ejemplar, de vez en cuando, tampoco viene mal.

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