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El teatro de las palabras

Antonio Muñoz Molina

En la revista The New Yorker le preguntan a Arthur Miller para quién escribe, y él se queda pensando y contesta luego con calma y desolación: "Para los muertos, supongo, o para el público que habrá de llegar". Parece que Arthur Miller, que tiene 78 años y una apostura impresionante de dramaturgo a la manera antigua, de vigoroso anciano moralista íntegro, encuentra más dificultades para estrenar una comedia en Nueva York que si fuera un joven indocumentado y novel. Si los vivos no están interesados en su teatro, él sigue escribiéndolo para un público nutrido en su mayoría por fantasmas, los fantasmas de quienes ya no existen y los de quienes no han aparecido aún, y cuando se imagine representadas las comedias las verá suceder en el escenario de un teatro inmenso y vacío, y se acordará de su padre, a quien dice que le contaba sus obras antes de estrenarlas, y que por su reacción supo siempre si iban a ser éxitos o fracasos.A Arthur Miller no le estrenan en Broadway porque no queda sitio para la palabra desnuda y la inteligencia en un sistema teatral que se ha convertido en un cruce entre Disneyworld y Las Vegas. La mejor cultura popular del siglo XX, en la música, en el teatro y n el cine, es sin disputa la norteamericana, pero es justamente su pasado de gloria el que certifica los abismos actuales de su decadencia. El cine norteamericano, que nos dio a Gary Cooper, a Humphrey Bogart y a Cary Grant, ahora lo único que tiene que ofrecemos es a una cuadrilla de fascistas con músculos hipertrofiados, camisetas de culturismo y armas automáticas. A Arthur Miller lo que le importa, y lo que sabe hacer, es escribir diálogos entre seres adultos: pero las voces humanas no pueden ser escuchadas en una confusión de disparos, explosiones y efectos especiales, no pueden ser comprendidas ni aceptadas en medio de un infantilismo que convierte la prehistoria en un parque de atracciones, el holocausto en una película de santos y el pasado de cualquiera en una confortable nostalgia de los dibujos animados de la televisión. Después de hacer Los Picapiedra, supongo que el siguiente paso en la carrera de Steven Spielberg será crear una línea de biberones, chupetes y papillas especialmente concebidos para que los adultos nutran a su niño interior.

"Amo contar historias", dice Miller, en un tono entre de disculpa y vindicación, "soy un adicto a las palabras". Que el teatro tuviera algo que ver con ellas, las palabras, y más exactamente con las palabras escritas era algo que hasta no hace mucho enojaba a cierto número de directores y de programadores culturales, así como a la parte más moderna de la intelectualidad. El teatro tenía que ver con las máquinas, con las escenografías giratorias, con las iterjecciones simiescas, con las grúas, las excavadoras y las hormigoneras, con los caballos, con las vísceras de diversos tipos de animales, con el vídeo, con el psicoanálisis, con la expresión corporal. Con lo que no les gustaba nada que tuviera que ver el teatro a los programadores culturales, a los directores, iluminadores, dramaturgistas, etcétera, era con las palabras, con el texto de autor, como ellos decían no sin un mohín de asco, como si hubiera algún texto, no ya el de una obra teatral, sino el de un manual de instrucciones, que pudiera no haber sido escrito por alguien. A los 19 años, sin enterarme de nada, yo terminé de escribir una comedia, y se la di a leer al director de un grupo de teatro al que conocía de la facultad.

-No está mal -me dijo al devolvérmela- Lo malo es que es de teatro de autor.

No es imposible que a Arthur Miller le den los magnates de Broadway respuestas semejantes a la que yo recibí entonces, que, sin embargo, tuvo para mí la ventaja de orientarme muy tempranamente hacia otras variedades del oficio de escribir en las que el manejo de las palabras escritas no fuera tan de antemano sospechoso. Entre los directores, los intelectuales y los subvencionadores administrativos, se las han ingeniado en España en las últimas décadas para expulsar al autor teatral del teatro, sólo que su éxito ha sido tan completo que también han expulsado al público. Al director de uno de esos festivales de teatro de vanguardia que hoy día patrocinan hasta los más apartados municipios rurales le oí una vez el siguiente dictamen sobre El rey Lear que por esas fechas estaba dirigiendo en Barcelona Ingmar Bergman:

-Bah, es teatro de texto.

Pero no sólo Arthur Miller ama contar historias y es adicto a las palabras: casi todos somos adictos a ellas, y nos gusta que nos cuenten historias y que mediante el misterio desnudo de las palabras dichas en voz alta y de la presencia humana el mundo se nos despliegue delante de los ojos, sobre una tarima en la que puede no haber nada más. No hay más que dos actores, una mesa, dos sillas y un teléfono en el escenario del María Guerrero donde se representa cada noche Oleana, de David Mamet. Ni siquiera ha hecho falta convertir el patio de butacas en una plaza de toros o en una fábrica de cigüeñales para que, apenas empiezan a conversar con naturalidad los actores, sea uno atrapado en la angustia de un lento asedio y de la demolición de un hombre, en la construcción de una mentira laboriosa, tenue y asfixiante como una tela de araña.

Arthur Miller escribe para un público que no existe todavía: Oleana nos cuenta una forma de bondadosa, suave y despiadada intolerancia que aún no se ha instalado plenamente entre nosotros, una modalidad policial de censura que se practica en nombre de la igualdad y del respeto -a las mujeres, a las minorías raciales, a los débiles- y se difunde como un virus sobre las conciencias, convirtiendo a todo acusado en culpable y estableciendo un chantaje gradual y sinuoso sobre la libertad de expresión. David Mamet hace un retrato tan magnífico del modo en que la calumnia y la manipulación logran que un hombre justo parezca un monstruo que muchos espectadores acaban juzgándolo como tal y no advierten que de lo que trata Oleana es de esas dos pasiones anacrónicas que siempre tuvieron tanto que ver con las palabras: la libertad de conciencia y el derecho a indagar y a decir la verdad.

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