El compromiso viejo y los nuevos
"Nosotros estamos comprometidos con la relatividad, me dice un joven universitario, "con el depende. Cuando nos preguntan si estamos a favor de un asunto determinado, de una ley, de una política, contestamos: depende de esto, depende de esto otro. No conocemos las grandes pasiones ideológicas, las ilusiones, las utopías, de las generaciones anteriores. Sentimos que esas generaciones se equivocaron y que a nosotros nos ha tocado pagar las consecuencias".Yo, imprudente, representante de las generaciones equivocadas, había puesto el tema encima de la mesa. Lo había puesto a propósito de la última novela de García Márquez, Del amor y otros demonios. En mi tiempo, en los años de Jean Paul Sartre, del existencialismo, del compromiso de los intelectuales, el escritor comprometido era el escritor de izquierda. No comprometerse, dedicarse al arte puro, al cultivo de la forma, eran actitudes eminentemente sospechosas. Síntomas de apoliticismo. Síntomas culpables, como habría exclamado Heberto Padilla en sus épocas de euforia. Y el apoliticismo, desde luego, era sinónimo de derechismo. El que pretendía no tomar partido lo tomaba, en realidad, en favor del orden, de la sociedad convencional, de la decadencia.
Ideas, muletillas, obsesiones de los años cincuenta. Obsesiones que teman un sentido, sin duda, pero también un sin sentido. Una prueba, digo ahora, de que las categorías de izquierda y derecha son insuficientes, ambiguas, podría encontrarse en la última novela García Márquez . En años muy recientes, García Márquez, viajero frecuente a la isla de Cuba, amigo personal de Fidel Castro, portavoz oficioso suyo en algunas circunstancias, ha sido la cabeza visible de la supuesta izquierda literaria latinoamericana. A Octavio Paz, a Vargas Llosa, a muchos otros, a mí entre aquellos otros, se nos ha acusado de pertenecer a la derecha en Torma descarada (Vargas Llosa) o vergonzante. Pues bien, si aplicamos el criterio del compromiso del escritor, todo esto, estas acusaciones tajantes y aparentemente tan claras, empieza a confundirse. En su trabajo del último tiempo, García Márquez es literario por excelencia, preciosista, purista, con el talento, desde luego, con el brillo, con la habilidad de siempre. Hace una literatura ingeniosa, imaginativa, llena de lujos verbales, y curiosamente descomprometida, distante, ajena a las preocupaciones de hoy o de un ayer muy cercano. Los escritores de la llamada derecha, en cambio, hemos tomado partido a cada rato, hemos combatido contra esto y aquello, hemos dado testimonios basados en la memoria directa de las cosas o hemos intentado construir metáforas de nuestras sociedades, de nuestros mundos.
¿A quién pertenece el compromiso, entonces, a qué lado del espectro? ¿O será que las posiciones supuestamente conservadoras no están necesariamente en aquel espacio que solemos llamar derecha, ni las innovadoras en la llamada izquierda? Porque conocer desde dentro las contradicciones, las carencias, los delirios represivos de un régimen, y hablar después, con gran talento, sin duda, de historias virreinales, puede ser perfectamente válido desde el punto de vista del arte, pero es, precisamente, una actitud conservadora por definición, conformista, que rehúye la crítica, que se niega a entregarnos esa memoria de las cosas que siempre es arriesgada y conflictiva. García Márquez, pues, deriva en sus años actuales a una actitud patriarcal, de gran mandarín de las letras hispanoamericanas, de artista en su torre de marfil. Para bien y para mal. Y me divierto con sus historias, las leo en mis insomnios, y cierro el libro con la sospecha de que son vagamente inútiles. ¿Puede ser útil, por otra parte, la literatura? ¿No será que las ideas sartreanas de mi juventud todavía me penan, nos penan?
Los jóvenes universitarios, sin embargo, parecen observar con curiosidad, un tanto intrigados, casi con envidia, los compromisos o por lo menos los rupturismos, las actitudes anarquizantes, de la generación mía, la del cincuenta, y de las que siguieronja de Darío Osses, que participa conmigo en el encuentro, de Antonio Rármeta, de Lucho Domínguez, de todos ellos. Parecen pedir que les digamos que existe todavía un compromiso -posible, una utopía que todavía no ha sido desmentida por la fuerza (le los hechos.
Yo les respondo que la utopía es un excelente ejercicio literario, pero una referencia demasiado peligrosa en la vida política. No creo, en cambio, y he reflexionado mucho sobre el asunto, que la noción básica del compromiso haya desaparecido. Existen los compromisos con la relatividad, como explicaba el joven del comienzo de esta crónica, pero hay otros no tan relativos. Terminó la guerra fría, por ejemplo, y, contra todas nuestras previsiones, las guerras locales se multiplicaron y adquirieron una especie de ferocidad insensata. Hace POCO hubo cien mil personas asesinadas en Ruanda en una sola semana. Los camarógrafos europeos filmaron a hombres de una tribu determinada que mataban a palos a niños de tribus contrarias. En Bosnia-Herzegovina se produce la destrucción sistemática de ciudades y de regiones de una enorme densidad cultural, partes de esa Europa del centro, de esa Mittel Europa, que pertenecían a nuestro patrimonio cultural hasta hace muy poco y que simplemente no creíamos perecibles.
-En resumidas cuentas, los motivos para el compromiso de la juventud existen por todas partes: en nuestra naturaleza, que tenemos que defender; en el aire y la desastrosa calidad de vida de nuestra capital; en la pobreza y el subdesarrollo del país, que todavía están muy lejos de haber desaparecido, y también en Ruanda, en Burundi, en Bosnia-Herzegovina. Lo que ocurre, claro está, es que siempre hay que ejercer la crítica. Y hay que ejercer, para emplear la frase acuñada por Octavio Paz, la crítica de la crítica.
Ahora nos toca hacer la revisión crítica de la noción sartreana del compromiso, que fue rígida, sectaria y, en definitiva, aunque parezca curioso decirlo, ingenua. Sartre, con ingenuidad y con obcecación, se encerró en un callejón sin salida y terminó por comulgar con algunas de las ruedas de carreta del estalinismo. Lo que me atrevo a proponer, por fin, después de haber visto pasar tanta agua debajo de los puentes, son compromisos más bien abiertos, que desconfíen de la globalidad, y no excluyan la posibilidad de escribir y de leer de cuando en cuando novelas hermosas y perfectamente inútiles.
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