A lágrima viva
En algunos pueblos primitivos, cuando los niños iban al sacrificio para obtener a cambio la lluvia de los dioses, resultaba la mar de natural creer que la llantina escandalosa -procedente de los rapaces que más se resistían a admitir esa idea compensadora- era el signo primero, ya entonces inequivoco, de que allí iba a caer un chaparrón de aúpa. O sea, que, como los románticos luego, si bien en plan brutal, los salvajes veían en la pérdida un anticipo del buen provecho. Así, hasta que llegaron los conquistadores, que empezaban a aprovecharse de cuanto descubrían y al final acababan perdiéndose en la selva, donde les daba por exclamar sin tregua: "¡Qué vida ésta!". Mientras tanto, los nativos miraban de reojo a sus hijos y, al mismo tiempo, entonaban folclóricas plegarias a la vistosa imagen de santa Bárbara. Lo crudo y lo cocido. ¿Qué más pedir?Hombre, en el extremo opuesto, por lo menos geográfico, estaba la señora maestra que nos tocó en la escuela de párvulos. Al percibir el menor sollozo, la lógica brotaba de sus estoicos labios como confundidor carámbano: "Lo que se Hora no se inea". Era un frenazo en seco, un secante naturalista, una lección, en suma, de cómo devolverle a la fisiología aquello que aspiraba a ser espíritu de desesperación, de capricho o de clase. De entonces a esta parte, aunque con relativo retraso, todo cuidado es poco con ambos bandos. En el uno se da por hecho que cosas tales como llorar a moco tendido hay que saberlas contemplar también por el lado bueno, cual premisa atrevida de un porvenir venturoso: "Los que lloran serán consolados". En el otro -más racional y agnóstico, siempre que a él no le toque-, se toma por humor común o secreción trivial cualquier amago de desahogo anímico. De ahí tal vez que la magia (lo primitivo) y el realismo (lo conformado) alcancen tanto éxito cuando se juntan.
Dicho esto, y ya a mitad de un año bañado en el escándalo, forzoso es reconocer que en España se está llorando mucho últimamente. Por más que llueva y llueva, el personal se ve obligado a ponerse gafas de sol para esconder esa improbable "lágrima en cuya gloria se refracta/el iris fiel de mi pasión intacta". Lleva gafas oscuras Ana Obregón, alma gemela en ello de su rival corpórea: Antonia dell'Atte. Y las llevan Carmen Posadas e lsabel Falabella cuando van de visita al extrarradio. Y Lidia Bosch, que se despide de Miguel Molina. Y Carmen Ordóñez, que se separa de Julián Contreras. Y la amante más firme de Luis Roldán: Elisa. Gafas negras lucen también, en fin, quienes salen de ver Canción de cuna, esa película que Alberto Oliart, con denonado ahínco, quiso y pudo recomendarme el otro día.A punto de saltárseles las lágrimas representaron, asimismo, los altos cargos sus respectivos abandonos: Corcuera, Albero, Carmen Mestre, Solchaga... (No hay de qué avergonzarse. Gimoteaba Stalin con los poemas de Mayakovsky y Franco al escuchar a Juanita Reina). Lloraron los viriles forofos futboleros; primero, en La Coruña y, muy poco después, en Atenas. Como antes la madre de Salvatore Giuliano, la Macarena, Petra ("suspirillos gerrnánicos"), la Magdalena, la Zarzamora, la Lupe (cocodrilo electrizante) y el mismísimo Boabdil. O como Rosalía, que apenas distinguía, por fortuna, entre chorar y cantar. Nadie se salva. Inclusive los reyes de España, siempre de sentimientos tan privados, aparecen llorando en la conmovedora fotografía de Ángel Millán que acaba de ser galardonada con el premio Mingote.Pero lo lacrimógeno halla su territorio más propicio en la televisión: culebrones, docudramas, confesiones, máquinas de tortura... Entremezclan o funden lo cañí con imágenes de Ruanda, Bosnia, Somalia, Yemen y Hebrón. Todo vale. Todo contribuye. Todo es elogio puro de la global cebolla, con música de fondo no de Miguel Hernández, sino de Matamoros: Lágrimas negras. Aunque, claro, sin magia redentora ni tajante realismo, ¿cómo explicar el torrencial fenómeno? A lo mejor se trata, simplemente, de un intento desesperado por convertir lo insulso en salobre.
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