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Jugar con fuego

No hace mucho, en medios de lo que - fuera el Ministerio de Justicia, sugiriendo una explicación y tal vez anticipando argumentos para la fusión, se decía que, en el fondo, el problema de Interior es que allí no había entrado realmente la democracia. Tardío reconocimiento (a la fuerza) de lo poco que esta mayoría -bien simbolizada por un ministro de triste memoria, hoy ex ministro de patética figura- ha contribuido al desarrollo de la cultura democrática y del sentido de las libertades en años clave para este país.Pero en lo (que se sabe de lo) sucedido en Interior y su entorno hay más, bastante más que el simple déficit de transición. El dato incontestable de que en el marco de aparatos esenciales de poder del Gobierno de un partido de izquierda han podido mantenerse e incluso crecer de nueva planta verdaderos reductos de criminalidad organizada (mafia policial, GAL, caso UCIFA, agentes o ex agentes -¿cómo saberlo?- del Cesid implicados en escuchas ¡legales, affaires Roldán ... ) reclama una mayor radicalidad en los, términos de la explicación. ¿Por qué en esos ámbitos se ignoró o toleró la permanencia de lo que en otros -por mucho menosse había denunciado violentamente como franquismo residual? Diría que por razones no confesadas, teñidas a medias de ingenuidad y de cinismo. Por la cómoda creencia en la imposibilidad de renunciar a la fontanería de cloaca y en la naturaleza pasivamente instrumental y reconvertible de cierto tipo de recursos oscuros (esos qué, ya se sabe, están presentes y activos incluso en los mejores Estados democráticos). Por la infundada convicción de que la miseria heredada deja de ser tal cuando cambia el proyecto, cuando eg un dedo ungido el que la administra, olvidando una vieja receta marxiana sobre la inexorable predeterminación de los fines por el carácter de los medios realmente puestos en juego.

Aplicando una regla tan conocida en la sociología de los fenómenos criminales como1a que acredita la altísima incidencia de la cifra negra en las manifestaciones de toda delincuencia de cierto nivel hay, además, buenos motivos para pensar que de la que nos ocupa sólo conocemos la punta del iceberg. Es decir, que bien pudiera ser mucho mayor y muy diversificada la corrupción que se esconde en el interior de las instituciones del Estado especializadas, precisamente, en prevenir los más graves fenómenos de ilegalidad. Instituciones o, mejor, aparatos de poder tout court, con frecuencia poder fáctico sin más, que han demostrado hasta la saciedad un potencial criminógeno que, para ser removido, reclamaba algo más que el auxilio de la cosmética y la confianza en la virtud del carisma envolvente de la nueva situación.

El precipitarse de los acontecimientos ha probado lo mucho que había de razón en las denuncias y en las demandas de control que tanta irritación producían. Ha venido a confirmar la sospecha razonable de que ciertos instrumentos policiales y servicios de información son un objetivo factor de riesgo para la democracia (a la que no se sabe muy bien cómo podrían servir con sus procedimientos), y también extraordinariamente resistentes al cambio. Estos aparatos, además, tienden a perpetuar sus dinámicas por debajo de todo tipo de transformaciones, y, cuando éstas se producen en positivo, inducen persuasivamente en quienes las protagonizan actitudes funcional-operativas de aceptación de sus lógicas antidemocráticas de funcionamiento, como si de mecanismos naturales se tratase.

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Por eso la sorpresa frente a algunos fenómenos odiosos recientemente descubiertos resulta tan poco creíble: ¿de verdad esperaban que del cruce del poder incontrolado y el dinero reservado podría nacer otra cosa que un ingente montón de basura? Por eso también la sorpresa ante la sorpresiva creación del supermisterio como supuesta forma de poner fin a tales fenómenos aberrantes.

El asombro en este punto está tanto más justificado a la vista de la pobreza de la fundamentación explícita (ahora que hasta las condenas por faltas suelen anularse por defecto de motivación). Y tampoco resulta nada tranquilizadora la explicación plausible de que la arriesgada maniobra sería simplemente la forma retórica de salir al paso de una situación apurada. Es decir, una operación distractiva de política de coyuntura, que tendría más que ver con las dificultades domésticas de un partido en aprietos que con exigencias profundas de democratización del Estado, que, porque reclaman un cambio radical en Interior, hacen desaconsejable la ampliación de su campo de influencia a Justicia.

En efecto, si algo demanda la democratización del Estado es la diversificación de los momentos de poder -de ciertas formas de poder sobre todo- y nunca su concentración. Reclama el reforzamiento de los mecanismos de control desde la legalidad, en especial los de control externo.

Y desaconseja las salidas extraordinarias, y más si son fruto de la improvisación y no se han visto precedidas de un mínimo de reflexión y de debate. (En algo sí tenía razón el ex ministro, aunque no lo practicara: "Los experimentos, con gaseosa").

No hace falta un especial ejercicio de agudeza analítica para saber en qué términos se han producido, y, en general, tienden a producirse, las relaciones ordinarias Interior-Justicia, sobre todo en las situaciones de conflicto. Ni lo dificil que resulta hacer prevalecer frente a las duras exigencias pragmáticas de la primera de ambas áreas las -usualmente moderadas y débiles- posiciones de principio que emanan de la naturaleza de la jurisdicción. De ahí lo funcional a la democracia de esa abolida expresión de pluralismo institucional, lo sano del mantenimiento de la modesta dialéctica que propiciaba, y lo inquietante de su sustitución por la reductio ad unum que, contemplada desde el ángulo de la necesidad política, es fácil adivinar en qué clase de equilibrio va a traducirse. Sobre todo para la -ya bastante comprometida posición del fiscal respecto de la policía y en el proceso penal, y más cuando éste tenga que ver con sujetos públicos.

Se ha argumentado con el prestigio del artífice en favor del crédito de la reforma. Pero, sin ser ello indiferente, debe evitarse caer, por esa vía, en una peligrosa confusión de planos. La ejecutoria personal de un político puede abrir expectativas razonables sobre la calidad de su gestión, sin embargo, no es una garantía. Lo que realmente garantiza en el Estado constitucional de derecho es la previsión de ciertas cautelas objetivamente inscritas en el tejido institucional, que hagan que, con independencia de quienes sean en cada momento los titulares de las funciones, en el ejercicio de las mismas, "el poder frente al poder", ya que es el abuso de éste lo que se trata de prevenir.

es magistrado, miembro de Jueces para la Democracia.

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