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El duelo

No debería desaparecer entre los hombres el culto al honor, a la honra y al buen nombre, en definitiva, a la estimación de sí mismos. Su ejercicio a lo largo de la historia no ha sido fácil porque no depende sólo de las creencias y lealtades que tenga cada individuo, sino, principalmente, de las que estén vigentes en la sociedad de su tiempo. El hecho era que ese hombre con pundonor se veía íntima y socialmente obligado a restablecer su dignidad ofendida, humillando o venciendo al que le hubiera hecho la afrenta, la injuria o la calumnia. La solución singular pudo ser el torneo -a veces como ordalía para conocer el juicio de Dios- o, más adelante, el duelo o lo que se llamó, en la fase triunfal de la burguesía, lances entre caballeros, como rezaba el título del clásico manual del marqués de Cabriñana que circulaba por la España decimonónica.El duelo, que venía de épocas anteriores -no olvidemos la muerte de Romeo en Verona-, había sido consolidado (véase el espléndido libro de Kiernan El duelo en la historia de Europa) en Italia, de donde los soldados de las campañas italianas de Napoleón lo llevaron a Francia y, a partir de allí, se fue extendiendo por toda Europa. Aunque aceptado como honroso e inevitable, el duelo no fue nunca legal, y en caso de muerte el matador tenía que ponerse a salvo de la justicia, aunque ni los padrinos ni el médico habitual corrieran grandes riesgos procesales; no asistía jamás ningún sacerdote, pues la Iglesia católica, desde el Concilio de Trento, "amenazaba con la excomunión no sólo a los duelistas, sino también a los gobernantes y autoridades que no se ocuparan en suprimirlos".

Pero, aunque el duelo podía degenerar en asesinato, si el provocador era un espadachín o un tirador consumado, y aun cuando resultara a veces grotesco, como el de dos apasionados franceses que se batieron, en 1861, por un detalle de crítica musical, el hecho es que, en general, esos lances dejaban resuelta la cuestión entre el ofendido y el ofensor. Y en ciertos momentos fue tan entera la consideración social de estos enfrentamientos que no se hurtaban de ellos gentes que, en su doctrina y sus discursos, pedían su abolición. Así el elegante Engels, promotor del Manifiesto comunista, tuvo varios duelos, y Ferdinand Lasalle, el organizador del primer partido obrero en Alemania, murió en un duelo a pistola, a sus 39 años, por el amor de una muchacha a la que pretendía asimismo su desafiante. Fue legendario el descenso por el Rin de su cuerpo embalsamado que le organizó su admiradora, la Condesa Hatzfeld.

Muchos nombres ilustres forman parte de la historia del duelo. Descartes, en sus años tempranos en que se solazaba en París, se batió por los bellos ojos de una dama en un duelo a esgrima, en la que era excelente. Felizmente para la cultura no pasó nada y pudo descubrir más tarde su vocación de gran filósofo y matemático. Evaristo Galois, otro gran matemático francés de los años del romanticismo, es un ejemplo trágico porque murió en duelo un 30 de mayo de 1832, a la edad de 20 años, por defender el honor inexistente de una joven coqueta de la que se había enamoriscado. La víspera, presintiendo su muerte, escribió a su amigo Chevalier una relación vertiginosa de sus descubrimientos matemáticos, que, cuando se leyeron bastantes años después, revolucionaron el álgebra abstracta, cuyo concepto de grupo lleva el nombre de su descubridor. Fue Galois un joven inestable, desengañado porque sus primeras comunicaciones a la Academia de Ciencias fueron extraviadas por dos prestigiosos matemáticos -Cauchy y Abel- a quienes se las había enviado, y porque, entusiasmado con la revolución de 1830 e indignado de que hubiera acabado llevando al trono a Luis Felipe de Orleans, se fue radicalizando y pasó por su expulsión de la Escuela Normal y por la prisión acusado de fomentar el regicidio. Una bala del contrincante le perforó los intestinos, dejándole tirado en el suelo hasta que lo descubrió un campesino, lo llevó al hospital, donde moriría al día siguiente de una peritonitis. A su entierro asistirían varios miles de republicanos.

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La prensa, por sus campañas y denuncias a veces poco veraces, ha sido ámbito frecuente de luchas y de duelos. Precisamente la publicidad en los periódicos nació de un duelo mortal: Émile de Girardin, un joven periodista inventivo y audaz, quería abaratar el precio de los diarios dedicando la cuarta plana a anuncios pagados que compensaran el menor precio de venta. Los diarios existentes fueron todos hostiles al proyecto, y Armand Carrel, uno de sus colegas con mayor garra y prestigio, quiso obligarle a publicar en su diario La Presse una nota de protesta. Al negarse Girardin, Carrel le dijo: "Nos tendremos que batir", a lo que el joven emprendedor contestó con una frase, "será una suerte para mí", que luego le reprocharon. El duelo, a pistola, tuvo lugar, cerca de Vincennes, el 22 de julio de 1836. Los dos adversarios dispararon simultáneamente y los dos cayeron, pero Carrel con una herida en la ingle, de la que moriría dos días después. La repercusión del suceso fue enorme porque Carrel era una promesa política que se desvanecía a los 36 años de edad.

Pero no necesito irme muy lejos para comprobar que también se practicó el duelo en la prensa española. Lo encuentro, sin ir más lejos, en mis parientes, Rafael y Eduardo Gasset, hijos de mi bisabuelo Eduardo Gasset y Artime, fundador de El Impar cial. En 1879 se encontraba el periódico en su primera plenitud, la difusión y la publicidad crecientes y su influencia preponderante. Como suele ocurrir en tales coyunturas, la envidia o una soñada emulación motiva ron la defección de un grupo de importantes redactores, que luego adujeron, en el nuevo diario El Liberal, que lanzarían 12 días después, que "se les había retirado la confianza, iniciativa y au toridad". El cisma incluía no sólo a esos notables periodistas, sino también al propio administrador, 14 operarios, un ingenie ro, etcétera. Hicieron su fecho ría cuando el fundador se halla ba en Alicante reponiendo su salud, y arramblaron asimismo con todo el equipo de callejeros y las listas de suscripciones. La repartidora Ignacia -tomo el relato de la Biografía de El Imparcial que escribió mi tío Manuel Ortega y Gasset- dio aviso del movimiento a las hijas del fundador, y un redactor leal, Manuel Fernández Martín, logró, con la ayuda ejemplar de don Ignacio López Escobar, creador del principal competidor, La Época, hacer salir el periódico. Mi bisabuelo lo dirigió unos días hasta que asumió su dirección don Andrés Mellado.

Pero entre los rebelados estaba Araus, gran amigo del bisabuelo, y fue lo que más le dolió. Sus hijos Eduardo y Rafael se batieron con él sucesivamente, y años más tarde, cuando ya era director del diario, Rafael Gasset -según cuenta Diego Hidalgo, el famoso político de la II República, en una biografía que no llegó desgraciadamente a terminar- se volvió a batir con Araus, que le había enviado los padrinos por un terrible artículo en el que afirmaba que El Liberal "había nacido de una estafá". Para mi tío Manuel, que lo vivió desde la familia, fue la de Rafael Gasset "una espada imbatida, nada fácil de afrontar en el terreno, que sostuvo... el honor del periódico durante aquella moda caballeresca que parece hoy tan absurda".

Los episodios de duelos han invadido desde siempre la novela, especialmente en el siglo XIX, como recurso literario, eficaz y resolutorio. Así, el duelo entre Alfredo y el barón en La dama de las camelias, del joven Dumas; el lance al que obliga Stendhal a Julian Sorel en Rojo y negro; el duelo que consuma la tragedia en Las tres hermanas, de Chéjov, y el duelo que relata Pushkin en La hija del capitán, premonitorio del que tuvo realmente contra el presunto amante de su mujer y en el que perdió la vida el gran poeta ruso, lo mismo que le sucedería cuatro años después a Lermontov. En España tenemos el famoso duelo que cierra La regenta, de Clarín. ¿Y no es un continuo desafío en clave irónica toda la epopeya del Caballero de la Triste Figura? La ópera, en su madurez, también acogió el duelo, y el ejemplo más escuchado sigue siendo el aria de Chaikovski en Eugéne Oneguin.

Hay duelos históricamente famosos, como el del edecán de

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El duelo

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Napoleón en Santa Helena contra el cruel gobernador, ya muerto el gran corso; los 22 duelos que se le atribuyen a Clemenceau, no en balde llamado El Tigre; el del duque de Montpensier contra el príncipe Enrique de Borbón, muerto en la acción, que acabó con las pretensiones del Orleans al trono de España. Se ha contado que el general Serrano, la víspera de la acción de Alcolea, le habría propuesto al general Pavía el batirse ambos a duelo y dar por ganada la batalla al que resultara vencedor. Hubiera sido un duelo lleno de valor y de elegancia, más propio de la leyenda que de la realidad, en un año -1868- tan alejado ya del romanticismo.

No podemos ni siquiera imaginar que volviera a estar vigente y tolerado el duelo en esta época nuestra en que los valores personales antes estimados se han volatilizado sin ser sustituidos por otros nuevos, como no sean los del dinero o el poder. Pero aún quedan firmes rasgos de dignidad en muchas personas, que se sienten humilladas y ofendidas sin que dispongan socialmente de un procedimiento para dejar su conciencia tranquila. En una época en que se mata a distancia, por control remoto, y en que la sangre está presente en la vida cotidiana, introducida en gran parte a domicilio por la formidable, pero irresponsable televisión, buscar más sangre en un duelo a pistola o espada parece ciertamente absurdo y censurable. Pero es triste que en las relaciones humanas surjan situaciones de honor o de simple dignidad para cuyo desvanecimiento no exista método o costumbre socialmente aceptado. La querella, la demanda judicial, son consolaciones largas, costosas y muy aleatorias que no satisfacen. Sólo queda la acción directa y partirle la cara a quien traiciona, roba o calumnia, pero cuando el que así actúa es persona importante, sus guardaespaldas y medidas de seguridad hacen difícil practicar esa solución. Estoy seguro de que muchas amarguras y decepciones proceden de esos impedimentos para enderezar tanto entuerto.

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