La margarita tóxica
La comparecencia de Felipe González, destinada en teoría a informar a los diputados sobre la fuga de Luis Roldán, y las réplicas dadas por José María Aznar y los restantes portavoces repitieron gestos y palabras ya vistos y oídos en otras escaramuzas parlamentarias y ruedas de prensa. Se diría, sin embargo, que la distancia temporal entre el debate del estado de la nación y el pleno de ayer no eran tres semanas, sino tres meses o tres años; haciendo buena la tesis hegeliana sobre la transformación de la cantidad en cualidad, la acumulación de las dimisiones (dos ministros, dos ex ministros, un secretario de Estado, la directora de la Cruz Roja) y la aparición de nuevos escándalos han horadado gota a gota la autoridad y confianza en sí mismo del Gobierno.El agrio cruce de improperios entre el presidente del Gobierno y el presidente del PP recuerdan aquella interminable pelea de El hombre tranquilo reñida por John Wayne y Victor Mac Laglen en el bronco ambiente de una pasional aldea irlandesa. González está corriendo con la peor parte de la zurra, pero tampoco Aznar saldrá a la larga bien librado de ese feroz cuerpo a cuerpo que abrirá en la clase política heridas y odios de dificil cicatrización. Si los populares sueñan con arrojar al mar a los socialistas, para instalarse en el poder por tiempo indefinido, los costes de esa estrategia desmanteladora -mimética de la ofensiva lanzada por el PSOE contra UCD en 1980- serían pagados por el sistema democrático en su conjunto. En la democracia española no sólo hay espacio sobrado para todos los grupos respetuosos con la Constitución y las reglas del juego; además, el buen funcionamiento de las instituciones exige formaciones políticas capaces de negociar y resolver pacíficamente sus diferencias. Resulta inquietante, por esa razón, que los dirigentes de los partidos, dispuestos teóricamente a alternarse periódicamente en la gestión de la cosa pública (estatal, autonómica o municipal), dejen de tratarse como respetables adversarios y empiecen a verse -para emplear la terminología de Karl Schmit- como implacables enemigos.
Los socialistas sentirán quizás la tentación de tocar a rebato para enfervorizar a sus militantes y movilizar a sus votantes llamándoles a defender heroicamente el recinto amenazado; ni siquiera faltarán astutos que recomienden ese cierre de filas emocional recordando su eficacia en el referéndum de la OTAN y las elecciones del 6-J. Pero la épica asociada a sitios como Numancia es la música de la derrota; la retracción del PSOE sobre sí mismo podría agravar sus dificultades autistas para percibir la realidad, parcialmente responsables del clima de impunidad alimentado por el caso Guerra que tanto facilitó al ex gobernador del Banco de España y al ex ministro de Agricultura la oportunidad de defraudar al fisco y al ex director de la Guardia Civil la posibilidad de enriquecerse ilegalmente.
La bipolarización política entre el PSOE y el PP empieza a contagiarse a toda la sociedad española a costa de los espacios intermedios en que suelen nacer la reflexión y las mediaciones. La virtud fundamental del sistema democrático es su capacidad para que los conflictos sean dirimidos en las urnas mediante los votos secretos de los ciudadanos, no en las tabernas de John Ford mediante los puños cerrados de los camorristas. En tanto que el presidente del PP sigue exigiendo ritualmente y sin convicción la renuncia de Felipe González, el presidente del Gobierno continúa deshojando una margarita envenenada para saber si le conviene seguir esperando a que la tormenta escampe o si no le queda más remedio que plantear la cuestión de confianza o disolver las Cortes. Ciertamente, la inminencia del 124 obliga a aplazar cualquier decisión hasta después de esa fecha; una vez abiertas las urnas, sin embargo, la suerte corrida en los comicios -sobre todo- por socialistas y populares ayudará a resolver si la actual situación es sostenible o si no hay otra salida que las elecciones anticipadas.
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