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Un poco de tranquilidad

Lo ocurrido, a lo mejor, ha venido bien para la tranquilidad ciudadana en este Madrid proceloso de las muchas zozobras y contradicciones. A lo mejor el nuevo ministro del Interior viene con talante distinto al de aquellos dos ministros del ramo que iban a inventar la pólvora, propugnaron carta blanca y mano dura para acabar con dos de los principales problemas que inquietan a la sociedad española -terrorismo y narcottáfico- y quien sufrió las consecuencias fue la propia ciudadanía.El primero de esos ministros por orden cronológico fue José Barrionuevo, que un buen día de infausto delirio ordenó peinar el barrio del Pilar para sacar etarras de los zulos y no encontró a ninguno, pero, en cambio, les metió el susto en el cuerpo a decenas de pacíficos ciudadanos, que sufrieron el asalto de sus domicilios.

El segundo fue José Luis Corcuera, que cifró en una totalitaria e intolerable Ley de Seguridad Ciudadana la erradicación del tráfico de drogas, y, naturalmente, no erradicó nada, aunque derribó algunas puertas pretendiendo que detrás de ellas se parapetaba el enemigo a batir, mientras los camellos negociaban impunemente su mercancía desde los puntos de venta que habían elegido en las calles, y allí siguen.

Este señor Corcuera ha sido un ministro peculiar. Prepotente y tronante, seguramente estaría cargado de razones y sabría mucho sobre la vida de los demás, pero da la sensación de que no se enteraba de nada. Cuestión de contrastes. Durante los años que estuvo al frente del ministerio dio la imagen del gestor alerta e implacable, y, sin embargo, uno de sus principales colaboradores le pasaba tranquilamente por delante llevándose al hombro la caja de los cuartos. Les suele suceder a quienes están convencidos de su naturaleza carismática, se creen llamados por la Providencia para desempeñar los altos designios propios de su categoría egregia, y acaban ignorando -quién sabe si también despreciando- lo que pueda suceder en este valle de lágrimas.

Lo que sucede en este valle de lágrimas, no obstante, carece de misterio. A fin de cuentas, es consecuencia de la condición humana, y la sociedad civil ha venido acumulando suficiente experiencia a lo largo de la historia para saber cómo debe organizarse al óbjeto de que la vida ciudadana transcurra con orden y concierto. Madrid es un buen ejemplo. Madrid era una ciudad tranquila y confiada, donde había buenas y malas gentes, pero no juntas y menos aún revueltas. Los delincuentes estaban al acecho, por supuesto, y hacían de las suyas en cuanto podían; pero no les era tan fácil romper el orden establecido ni trastocar el respeto elemental que se tenían las gentes. Los madrileños podían salir a la calle sin sufrir desde la indefensión el acoso de un pelmazo que les persiguiera hasta el catre para venderles un pañuelo y sin temor a que por menos de un pitillo les pegaran un navajazo.

Así era la vida en Madrid hasta que llegaron aquellos ministros incompetentes, incapaces de defender algo tan sustancial como es el derecho a la tranquilidad de los ciudadanos, y la propia ciudad fue secuestrada por sinvergüenzas de toda laya, que campan por sus fueros. Nadie va a olvidar las secuelas que dejaron esos ministros en las calles madrileñas, y me nos ahora que sus respectivas gestiones empiezan a estar sujetas a revisión. Lo ocurrido con ellos puede tener efectos beneficiosos. Sobre todo si el ministro sucesor no es un predestinado, tiene los pies en el suelo,se entera de lo que sucede a su alrededor y pone remedio.

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