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Fidel, Fidel, qué tiene Fidel

Si en la Europa democrática no padeciéramos en estos momentos los rigores de la corrupción, resultaría expeditivo explicar que ésta sólo es fruto inevitable de la conversión de los regímenes socialistas en sistemas de libre mercado. De ello se extraería la lección de que el comunismo sólo engendra sufrimiento, miseria y, al final, delincuencia, lo que satisfaría a los anticomunistas. Pero como la corrupción está en todos lados, la tentación sería sacar consecuencias puramente políticas de fenómenos económicos cuyas raíces son de varia naturaleza, lo que satisfaría a la extrema derecha, enemiga de todos. Sin embargo, la conclusión obvia de la corrupción no es que los sistemas democráticos o socialistas la provoquen necesariamente y, por ende, sean perversos y deban ser sustituidos -como quieren muchos- por nuestra vieja amiga, la dictadura militar. La consecuencia es que diversas situaciones producen diversas corruptelas y que al poder hay que vigilarlo con lupa para que no se desmadre y no haga tonterías. En los países socialistas o ex-socialistas hay un tipo de corrupción facilitado por la coexistencia de un sistema autoritario con una economía cuyo crecimiento imparable la hace escapar de cualquier control y, sobre todo, de uno ejercido por un poder que también disfruta de sus prebendas.No hay duda de que el principal problema de Rusia ahora es la corrupción y su secuela de crimen organizado. Hace dos años, decía Hélène Carrére d'Encausse que la conversión de la economía rusa al capitalismo requiere capitalistas. Añadía que, como los resortes de un poder anquilosado durante 70 años no han sido capaces de producir la transformación armoniosa de una economía dirigida a una de libre mercado, el nuevo capitalismo acaba gangsterizándose. Son las mafias las que están creando dinero. Bienvenido sea, añadía Carrère, si ello provoca el renacimiento ruso a la vida democrática y a la nueva afluencia económica. Seguro que se arrepiente de sus palabras ahora, pero la idea parecía bastante correcta.

En Cuba pasa tres cuartos de lo propio. En estos momentos finales de régimen, se introducen medidas para adecuar lo incompatible: una economía que bulle con un régimen de cartón-piedra que intenta controlarla y, además, aprovecharse de los posibles beneficios de las medidas liberalizadoras para enriquecerse y sobrevivir. De lo que no se da cuenta Fidel Castro es que, cuando se abre la espita, por pequeña que sea la apertura, el agua se cuela por ella. El funcionamiento escapa entonces a cualquier control. Incongruencias propias de un final de régimen; se intenta hacer frente a una marea poniéndole muros de arena y se acaba, como el rey Canuto, mandando azotar las olas porque no obedecen cuando se les ordena estarse quietas.

Se producen entonces situaciones que serían enternecedoras si sus consecuencias no fueran dramáticas. Por ejemplo, un día se autorizan o se legalizan los restaurantes privados, los paladares, en los que más o menos se come a cambio de dólares, y al día siguiente se limita su cocina porque operan a base de que pierdan los comedores oficiales; a partir de ese momento, los paladares sólo pueden dar ¡comida líquida! Por ejemplo, se autoriza un cierto capitalismo agrícola y como los agricultores empiezan a ganar dinero y ceden a la natural tentación de ganar más y atesorar (y, supremo crimen, comprarse una lavadora), se les amenaza con confiscarlo todo. Y, poco a poco, se va creando una psicosis de crimen y economía sumergida que estallará (con la entusiasta ayuda de los de Miami) si no es atajada razonablemente. Y eso sólo se consigue abriendo más la puerta, no cerrándola sobre los nudillos de los primeros que se asomen al hueco, por mucho que a Fidel le retiemblen los principios revolucionarios. Lo único que él pretende es sobrevivir políticamente, pero, como el aprendiz de brujo, ha empezado un experimento que tiene vida propia.

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