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Tribuna:LA VUELTA DE LA ÉSQUINA
Tribuna
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No vuelva nunca

El amigo Bernabé, contemporáneo, cascarrabias y fabulador, nos relataba una experiencia que hubiera aprovechado Larra para ilustrar a su amigo, el señor Sindemora, en aquel famoso y larguísimo artículo. Es un hombre mayor, aún no viejo y menos anciano, calificativos que frívolamente utilizan los periodistas jóvenes en personas que sólo tienen alrededor de los sesenta. El acné que aflige a los varones maduros corresponde a la próstata y las cataratas, éstas soportadas por las damas, junto a la osteoporosis.A fin de renovar la magra pensión, expediente a cumplimentar en estas fechas, como autogestor de sus asuntos había de procurarse, entre otros documentos, el certificado de empadronamiento y la fe de vida. Obtuvo con diligencia el primero en las oficinas municipales de su distrito. Recibió la gran sorpresa en el registro civil, según nos cuenta. Llegado el turno, la funcionaria ojea la demanda, pulsando. las silenciosas teclas del ordenador. En fracciones de segundo la pantalla se puebla de renglones luminosos, magia que aún sorprende a los añejos palurdos que somos. La imparcial y experta mirada administrativa recorre la imagen, con la autoridad y diligencia con que Rodrigo Díaz de Vivar revisaba la escuadra de feroces guerreros. Tras unos momentos de perplejidad, repite la operación dactilar para comprobar que se reitera lo precedente.

-No aparece -dictaminó.

Bernabé se altera mucho ante las ventanillas de la intendencia pública, especialmente cuando estima que le asiste la razón, circunstancia no siempre deducible.

-Oiga, señorita, señora o como haya que llamarla, vengo a recoger la fe de vida, mi fe de vida, ¿comprende?

La señora, señorita o como hubiera que interpelar a la impávida oficiala, no tenía una buena mañana.

-A mí no me grite usted, -repuso con cierta razón-. Ese nombre que usted da no aparece en pantalla, así que es imposible facilitar lo que pide.

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-¿Que no aparece? ¡Y a mí qué me importa su aparato! Quiero mi fe de vida, la mía, la de yo -aquí empezó a armarse un lío-. O sea, ese condenado papel que exigen para confirmar la majadería de que aún respiro, que ando, que me estoy poniendo furioso.

-Lo siento, -remachó la interlocutora, dominando el deseo de emparejar su enojo con el del jubilado-. El nombre no sale, no existe, no le puedo dar la certificación. Hable, si quiere, con el jefe; yo tengo que atender a otras personas.

Con los ojos extraviados, 130 pulsaciones golpeando las arterias carótidas el cuello de la camisa, farfulló exigente comparecer ante el responsable, que le atendió minutos después. Informado con alguna dificultad por la iracundia de Bernabé, complementada con la indagatoria acerca de la señora, señorita o como hubiese que denominarla (la verdad es que resulta confusa la relación ceremonial para quienes formarnos en los flacos efectivos de los resistentes ante el campechano tuteo), el superior. tranquilizó a nuestro amigo.

-Mire usted, la persona que le ha atendido...

-¡¡Cómo atendido...!! -bramó.

-Permítame, por favor. La funcionaria ha de conformarse a los listados que le suministra un archivo central. El nombre de usted no figura, lo que, indudablemente, es un error o una omisión de la que rechazamos la responsabilidad. Tomo nota, por supuesto, para remediarlo en el futuro.

-Entonces, ¿qué demonios voy a hacer...?

-Cálmese, hombre (antiguamene habría dicho "hombre de Dios"). Si puede usted desplazarse personalmente hasta la entidad que le requiere la fe de vida será suficiente que exhiba su DNI. El papel, cuya entrega cae fuera de nuestra capacidad, viene exigido para evitar fraudes o sustituciones de identidad.

Le acompañó hasta la puerta del despacho, despidiéndole con unas afectuosas palmaditas en el hombro.

-¡Claro que está usted vivo, hombre! Y mucho.

Tal fue, más o menos, la historia de nuestro compadre y contertulio, quien, recordando el principio de esta crónica, comentó:

-Menos mal que no me dijeron "vuelva usted mañana". Creo que habría sido incapaz de contenerme.

Para demostrar su vitalidad y contrariando una acreditada tacañería, nos invitó a una ronda.

Eugenio Suárez es escritor.

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