Respirar cine a pleno pulmón
Fresa y chocolateFresa y chocolate conmocionó La Habana. La voz de Senel Paz y las imágenes de Gutiérrez Alea, complementado por su discípulo Juan Carlos Tabío, trajeron a Cuba, en un momento invivible de su vida, aire libre respirable a pleno pulmón.Ahora descubrimos que su imán arrastra también fuera de Cuba y abre camino a la idea de que lo que narra es un asunto universal, porque la metáfora de amistad y libertad que representa nos concierne a todos y, puesto que ocurre en Cuba, nos ocurre a todos, incluidos quienes niegan que la isla por excelencia es el rescoldo de una hoguera que puede apagarse, pero no extinguirse. Así hay que entender su triunfo en Berlín: que, en un escaparate de lujo, esta pobre película, hecha con cuatro cuartos, superase en riqueza estética y moral a los opulentos filmes occidentales.
Dirección: Tomás Gutiérrez Alea y
J. C. Tabío. Guión: S. Paz. Fotografía: M. G. Joya. Música: J. M. Vitier.Cuba, 1993. Intérpretes: Jorge Perugorría, Vladímir Cruz, Mirta Ibarra. Cines Gran Vía, Roxy, Vaguada, Princesa y Renoir.
La energía de una obra tan frágil procede de su fragilidad. Un plumazo, o zarpazo, de los burócratas castristas la hubiera barrido del mapa. Pero no osaron darlo: les desarmó su desarme, y la película pasó la aduana ideológica a la manera de las espinas atravesadas en la garganta. Luego, fuera de Cuba, que la dictadura no la vulnerase fue degradado por los anticastristas violentos a síntoma de que la violencia castrista la hacía suya. Y otros dardos le llegaron desde el otro lado de la barricada.
¿Por qué tanta hostilidad contra un filme, tan pacífico? Precisamente porque es pacífico de verdad, violentamente pacífico: una mágica, divertida, emocionante y magistral comedia con dolorosas esquinas radicales. Sus intérpretes son extraordinarios; el temple de su realización indica que hay un maestro de su oficio detrás de la cámara; en su guión se funden la alegría de contar una verdad y el dolor de esa verdad contada. Su fuerza procede de la hondura de su sencillez, indicio de la seguridad con que están elaborados su secuencia y sus personajes; y de que se trata de un relato en estado de gracia sobre un estado de desgracia, lo que crea un chorro de amistad del espectador hacia la pantalla: el desesperado canto a la esperanza de una comedia que se mueve, con elegancia y pudor, en el tono elegiaco, escrito bajo el crepúsculo, del poema de un amanecer perdido.
Hay en este hermoso filme un canto a la revolución oculto en el rechazo a la impostura burocrática que le usurpó el nombre. En ella, la encarnación del impulso que convirtió a Cuba en centro del mundo no está en los opresores mecanismos de supervivencia de aquel vendaval, sino en algo tan callado como los pasos furtivos por las aceras de la bella vieja Habana de un muchacho inerme, sentimental, pícaro, libre e imaginativo, al que los gendarmes del ocaso del estalinismo ven como un foco de peste.
Eso es lo impagable de esta obra: su pasión por la paz de la gente cubana y su rechazo a lo que ha convertido en un atolladero el destino de su país, plasmados en un joven que no se presta a entrar en una alternativa envilecedora y se niega a aceptar que revolución y libertad, socialismo y democracia, son sueños incompatibles. Ésa es la cuerda floja por donde se mueve el muchacho -prodigiosamente creado por Jorge Perugorría- de Fresa y chocolate: no entiende una sociedad solidaria que no sea totalmente libre ni una sociedad libre que no sea totalmente solidaria. De ahí los palos que le caen y de ahí también la creciente -por oculta que ahora esté y precisamente por eso- vigencia de su presencia y su tarea en la vida.
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