Breve estudio de campo
A menudo, mis amigos del exterior me comentan lo extraña e impropia que les resulta la suciedad en Madrid; y más aún cuando también son capaces de apreciar la finísima belleza, día a día más escondida, que guarda esta ciudad. Y es verdad: Madrid rezuma una suave calma, convive con sus árboles, mantiene calles, plazuelas y edificios entrañables, y muchos de sus parques todavía conservan intacta la melancolía. Pero estas circunstancias languidecen y se málogran si no están asistidas por dos atributos esenciales: la higiene y el civismo. En suciedad, los lugares se corrompen y pierden nobleza, provocan la desazón del caminante e incitan al desamor, un sentimiento exclusivo de los humanos. Y para tratar de comprender a fondo la raíz de este problema, y la mano que lo alimenta, durante cinco días (y aprovecho el presente párrafo para solicitar a mis gentiles editores una dieta especial por el trabajo)- he deambulado sin fin por las calles, he estudiado a las personas, he paseado por los parques e incluso he llegado a participar en la realidad cotidiana. Toda una novedad para mí. Éste es el informe: el miércoles 30 de marzo, a la sazón un magnífico día de primavera, me senté en un banco estratégico de la plaza del Sagrado Corazón de Jesús (Chamartín) y procedí a efectuar un recuento profesional: sólo en cuatro horas pude presenciar 45 cagadas caninas, 33 de ellas ¡legales, y un número de meadas tan elevado que por razones tácticas obvié anotarlas pasada la primera media hora de control. Con siderando estos datos y aplicando, además, otros factores de corrección, el cálculo final me aportó la cifra de 128 deyecciones diarias (en un recinto de unos 300 metros cuadrados), de las cuales, según mis cuentas, sólo 30 debieron ser retiradas de la vía pública por sus dueños. Hay que señalar, asimismo, que en esta misma plaza existen unos cajetines provistos de bolsitas de plástico, negras y feas, pero gratuitas, destinadas en concreto a estos efectos. Jueves 31 de marzo: estación de metro de Avenida de América. Pasillos. Máquina expendedora de chocolatinas, chicles y chucherías. Treinta y siete personas, en el plazo de tres horas, utilizaron este servicio. De ellas, 10 se guardaron en el bolsillo los paquetitos sin abrir, 23 tiraron los envoltorios al suelo mientras empezaban a masticar y sólo cuatro se sirvieron de una papelera que iba adosada a la máquina. Por otra parte, cinco de los clientes, todos varones, sin razones aparentes, propinaron de un modo u otro distintas patadas, golpes o puñetazos al artefacto. Viernes 1 de abril: bien, lo admito, trabajé poquísimo. Unos 30 o 40 minutos en realidad, y es que me encontraba algo deprimido. De manera que mis observaciones de ese día quizá no revistieran una especial agudeza. Estábamos en plena Semana Santa, hacía algo de frío y había muy poca gente en la calle. Muy poco tráfico también. El caso es que de los 80 peatones que durante el experimento estuve observando en un semáforo de la calle de Velázquez, sólo 11 mantuvieron la paciencia y permanecieron quietos hasta que cambió la luz. Por el contrario, de los 180 automovilistas que se toparon con el mismo semáforo, 166 respetaron la señal y 14 se la saltaron en rojo al ver una oportunidad. Y como pedestre consumado, no puedo negar que sufrí una fuerte humillación al cotejar estos datos. Sábado 2 de abril: 14 horas de cómodo trabajo de campo. Desde la terraza de mi casa se observa un contenedor para vidrios usados. Catorce horas, repito. Y sorpresa: una mujer dejó dos botellas a eso de las 12.30, y ahí acabó todo. Nadie más lo utilizó. Una sola muesca pues en mi libreta. Domingo 3 de abril: ya ha regresado bastante gente a Madrid. Ambientecillo con palomas, chiquillería y padres comprando pan. Los niños juegan en la fuente de la plaza. Forman un par de charcos. Se mojan a conciencia los zapatos y salpican a los demás con sus chapoteos. Las madres protestan, se acercan, bromean, se disculpan, les regañan, siguen su charla; todo esto al tiempo. Pero nadie cierra el grito de la fuente. Es un chorro de agua incesante que cae hacia la rejilla del alcantarillado, que se sume inútilmente en el subsuelo y que durante siete horas, hasta las seis de la tarde, seguirá perdiéndose sin remedio. Y en ese momento, cansado ya de observaciones, lo recuerdo bien, me levanté del banco, guardé mi libreta, sentí pena por lo que somos y miré con simpatía al grifo abierto. Y no es por nada pero, antes de irme, se me olvidó cerrarlo.
Alfonso Lafora es escritor.
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