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Testigos falsos

Acuciado por el crecimiento del desempleo, las pesquisas judiciales sobre la financiación ilegal del PSOE y las peleas entre renovadores y guerristas, Felipe González adelantó hace un año la celebración de los comicios pese a que los sondeos de opinión concedían una ligera ventaja al PP. En un borrascoso encuentro mantenido poco antes de la disolución con los estudiantes de la Universidad Autónoma, el jefe del Gobierno había tenido la oportunidad de comprobar como la polución creada por los escándalos político-financieros salpicaba ya su propia figura. Los socialistas se veían obligados, así pues, a conceder a la lucha contra la corrupción un lugar destacado en la campaña electoral; dentro de esa estrategia, la inclusión de independientes prestigiosos en las listas pretendía caucionar esa voluntad de limpieza. Además de la designación de Victoria Camps (catedrática de Ética) como candidata al Senado, las incorporaciones de Garzón (juez instructor del caso Amedo y de algunos sumarios de narcotráfico) y Pérez Mariño (magistrado de la Audiencia Nacional) a las listas del Congreso parecieron autentificar la sinceridad de la apuesta.

Diez meses después de celebrados los comicios, la resaca del caso Rubio y del caso Roldán, sin embargo, está sometiendo a una dura prueba la función testifical de los parlamentarios independientes del Grupo Socialista como garantes de los propósitos de acabar con la corrupción. Durante el debate sobre el estado de la nación, Garzón y Pérez Mariño hicieron un casus belli de la necesidad de mencionar explícitamente el caso Filesa en la rotulación de la comisión parlamentaria creada para estudiar e investigar la financiación de los partidos; el miserable reproche dirigido por algunos dirigentes socialistas contra los independientes por su ingratitud hacia el Grupo que les ha hecho diputados o que les paga un sueldo en la Administración confirma la difícil suerte reservada a quienes caen en la tentación de incorporarse a las listas electorales (o a los gobiernos) de un partido altamente disciplinado.

No se trata de un fenómeno nuevo; la III Internacional se especializó en la creación de frentes donde los compañeros de viaje, supuestos representantes de la independencia intelectual o moral, ocupaban posiciones tan vistosas en la apariencia como subalternas en la práctica. Al presentarles en sus listas, sin embargo, los dirigentes de los partidos suscriben con esos independientes, capaces de pensar y de actuar por su cuenta, un contrato político-electoral que compromete por igual a los dos firmantes. Garzón y Pérez Mariño fueron incorporados a las candidaturas socialistas como avalistas. del programa de Felipe González para garantizar los derechos humanos y acabar con la corrupción; el intento de obligarles a votar una ley de asilo inconstitucional o a respaldar la negativa del PSOE a ser investigado en materias de financiación irregular significaría la ruptura unilateral por el Gobierno de ese acuerdo.

Algunas críticas lanzadas en estos días contra Garzón y Pérez Mariño se explican por una visión de la política deudora de las películas del Oeste dirigidas por John Ford; trasplantados imaginariamente a esos agrestes paisajes, algunos socialistas se ver¡ como John Wayne y ridiculizan a los independientes -respetuosos con las normas y los valores- como pálidas damiselas y alfeñiques timoratos. De creer a estos curtidos hombrones, la política es un duro oficio que exige mentir, robar o matar llegado el caso; dentro del reparto de la película, a los independientes les correspondería el papel de testigos falsos, dispuestos a jurar en vano si la dirección del PSOE así se lo pidiera. Pero Garzón, Pérez Mariño y sus iguales en el Parlamento y en el Gobierno lo tienen difícil: porque la documentación publicada sobre el caso Filesa y las elusivas respuestas de sus implicados suministran la misma presunción de culpabilidad que los papeles del caso Rubio, el incremento patrimonial del caso Roldán y las cintas del caso Naseiro.

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