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El Avión Club

El Avión Club era el precursor más aventajado del AVE. Bastaba atravesar el tacto plástico de su cortina para dejar la realidad en el vestíbulo y adentrarse en el ambiguo territorio que separa la nostalgia del recuerdo, ese ámbito especialmente celebrado por los insomnes urbanos. El animal nocturno, aquel que comienza a desperezarse con las últimas sombras del día que se va y que sólo encuentra su ciudad cuando las calles se vacían y se escuchan rugir los camiones de la basura en las esquinas, el hombre para quien sólo la fina luz de la noche puede ser compañera discreta de tantas correrías, ese hombre había encontrado en el Avión Club el mejor escondrijo adonde ir a parar, cómplice de otros muchos, después de haber visto caer, uno tras otro, los refugios más olvidados y diferentes de la noche madrileña.Hay una silenciosa conspiración, urdida con la mordaza de la rentabilidad y ejecutada por la piqueta de la especulación (disfraz que al fin esconde y mueve más bajos odios), hay una conjura que persigue, como una maldición faraónica, los garitos, cafés, bares y baretos que han respirado vida propia, despertando la callada adicción de muchos y que sólo alcanza su recompensa ante el cartel de cierre indefinido o por derribo.

Tiene razón el propietario del edificio (completo) donde abría sus puertas el Avión Club. Dice que éste, el Avión, es un espíritu. Ahí radica el encanto de las cosas, en el espíritu. Los que regularmente se acercaban al local y también los esporádicos, la clientela habitual, acudían para hacer unos ejercicios espirituales de esa manera. Puede que las sombras que se deslizaban por Hermosilla, sorteando cacas de perros bien y contenedores de basura apilados, que doblaban la esquina del tapiado cine Salamanca y enfilaban derechos el cierre a medio echar del Avión Club, se reunieran allí para una sesión espiritista. Animados por el humo incesante de los cigarrillos y el vaho de alcohol escapado de las copas. Sí, tiene razón, aunque a él lo haya movido otro espíritu menos volátil, el del dinero, para echar el candado al café.

Porque estos viejos bares, que se caen de años e historias vistas, de polvo acumulado en sus grandes ventiladores y de besos guiados por el calor de una respiración cercana, estos bares oscuros, incómodos y repletos de gente variopinta tienen que justificar el haberse convertido en centro de peregrinación de todos los anónimos vividores de la noche, de los bebedores y de los comedores empedernidos de pipas. Porque igual que hay bares tristes, santuarios de lo cutre, donde los borrachos se acodan, inmóviles, a la barra y van ahogando su pesadumbre con la lentitud incontenible con que el vino apura su mismo decoro, hay también bares enfermos de tiempo, picados de renta antigua, que convalecen indefensos ante los avatares del mercado, ajenos a las necesidades cambiantes, a la flexibilización de la oferta. Y porque, después de la batalla, lo único que queda, abatido el cuerpo, es el espíritu.

La dulce trampa del Avión Club era la posibilidad de aflorar. Apoyarse en la columna o apretarse en las mesitas rodeado de desconocidos y escuchar el piano de César, hundida la mirada en la semioscuridad, con un puñado de pipas en la mano, era la mezcla, el elixir mágico para trasladarse a un territorio delimitado por el recuerdo donde las melodías de Machín, los suspiros de España y los boleros de toda la vida cobraban fuerza y, asaltando el corazón de la memoria, nos hacían revivir, mirar de nuevo. Era como asomarse a la bola de cristal en una caseta de feria y ver discurrir, entre brumas, las imágenes de otro tiempo. Era como estar sentado en el quicio de la puerta de unos billares escupiendo cáscaras alrededor y mirando el mundo, igual que una tarta a devorar, con la insolencia del adolescente. Y en ese juego de nostalgia, el aire viciado, la oscuridad creciente y la melodía del piano componían una terna perfecta: el amante de la noche disfruta en la penumbra de los cines, ama con idéntico desgarro la calle y los tangos, los bares olvidados, la complicidad de las barras desgastadas donde encuentra a sus semejantes. Era ésa la apuesta del Avión Club.

Nos acusa el propietario del inmueble de tener mala memoria: en un mes, nadie se acordará de lo que ha pasado. Atrapado en su propia contradicción, nos está llamando pobres de espíritu. Se equívoca. Hoy el Avión Club tendrá echado el cierre metálico hasta el suelo; pero dará lo mismo, porque la luz será igual de escasa que habitualmente dentro del local, una melodía sonará en el piano de César, las pipas se irán acumulando en los platillos de duralex y unas sombras estarán apoyadas en la barra. Son los espíritus que pierde toda generación en su lucha. Los otros, los espíritus libres, ya habrán comenzado su peregrinación en busca de un nuevo bar-café donde encadenar sus noches. Y la conjura, tras de ellos, también.

es economista.

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