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Entre Italia y Francia

El ciclo de Gobiernos socialistas iniciado en 1982 toca a su fin. No se sabe si se irán tras las elecciones europeas y andaluzas de junio o si resistirán todavía algún tiempo. Pero salir de la mejor forma posible se ha convertido en su horizonte estratégico: cómo irse de manera que puedan volver. Y para ello, cómo evitar una salida modo italiano, pero también, a ser posible, un desenlace a la francesa.Experiencia italiana: que a partir de un nivel dado de desmoralización e irritación ciudadana frente a la corrupción, ningún cortafuegos es ya capaz de contener el incendio que consume a las instituciones. Lección francesa: que a partir de un deterioro dado de la credibilidad del partido del Gobierno, la lealtad ideológica del electorado cede ante la necesidad de castigar a quienes abusaron del poder en beneficio propio.

Los escalones que conducen a la puerta italiana son: primero, la relativización de los escándalos con el argumento de que no existe una corrupción generalizada. Quienes lo dicen no entienden que la gente no mide la gravedad de la corrupción por el número de corruptos, sino por el nivel que hayan alcanzado los escándalos. Y los últimos conocidos han llegado al corazón mismo del Estado. Segundo escalón: la teoría Craxi de que la mejor defensa es un buen ataque. Pero si es cierto que, por ejemplo, casi todos los partidos se han financiado irregularmente, la opinión pública responsabiliza de ello especialmente al Gobierno porque era él quién debía haber evitado que tal cosa ocurriera. De ahí que la única forma de detener esa dinámica italiana del si yo me hundo, tú también sea que el Gobierno comience por admitir su propia responsabilidad: por reconocer y explicar los errores que han conducido a la situación actual.

Mantener a Mariano Rubio, por ejemplo, fue un error, pero es más fácil saberlo ahora que hace dos años. Evitar los males que para la economía habrían derivado de su cese puede ser un argumento, pero sólo si se admite de entrada que los males derivados de mantenerle han resultado mucho mayores esa explicación encontrará acogida en la gente: en las numerosas personas que consideraron increíble que el gobernador pudiera ser un defraudador. Se sabe -pues las fotocopias han circulado profusamente- que entre quienes confiaron hasta al menos 1988 en Rubio, y consideraron propias de "periodismo de peluquería" las maledicencias contra él vertidas, figura quien luego ha hecho de la corrupción del ex gobernador su principal bandera contra el Gobierno.

El martes, González dio la impresión de no haber entendido que a un gobierno se le exige una responsabilidad que va más allá del ámbito de su representación partidaria. Responde de la estabilidad de las instituciones, y, en función de ello, es por ejemplo más importante mantener el consenso sobre las reglas del juego que desbloquear la elección del Defensor del Pueblo. En el límite, sería preferible -y desde luego mucho más inteligente- aceptar el candidato del PP que forzar la norma para que sea elegido el candidato considerado óptimo.

Pero en la medida en que evite la salida italiana, el PSOE estará alejando a la vez la desembocadura francesa: un partido reducido a ceniza como única oposición al nuevo partido gobernante. Felipe González no puede ignorar que la valoración definitiva de su papel depende a partir de ahora de cómo encare su salida del poder. La de UCD en 1982 engrandeció retrospectivamente la imagen de ese partido, y la de sus principales líderes. Uno de ellos, Calvo Sotelo, ha dicho que a la transición española aún le falta una experiencia para considerarla culminada: la de que el principal partido de la oposición haya estado antes en el Gobierno. La idea subyacente es que esa oposición habrá aprendido en el poder que las cosas son más complicadas de lo que parecen, y ejercerá su función con mayor responsabilidad. Pero es una idea que puede considerarse a la vez una sutil crítica al exceso de impaciencia de Aznar: aquello que le impidió ganar las elecciones de junio.

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