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Paraísos letales

Antonio Muñoz Molina

Es posible que la apresurada glorificación póstuma del cantante Kurt Cobain devuelva a las drogas una parte del prestigio cultural que disfrutaron desde- la mitad de los setenta, cuando parecía que no fumar hachís era una contumaz decisión reaccionaria, y que la heroína, cantada por Lou Reed y los Rolling e investida de una tenebrosa literatura por William Borroughs, era un atributo del genio, un rasgo admirable y terrible de las perdiciones más resplandecientes. Me acuerdo de la portada que tuvo en España aquella novela irrespirable de Burroughs, Junkie o Yonqui, en la que muchos leímos por primera vez esa siniestra palabra: se veía un antebrazo desnudo y una aguja hipodérmica hincándose en él. Entonces todo aquello parecía exótico, incluso literario. Se aseguraba que bajo los efectos de la marihuana y del hachís podían escribirse páginas geniales: sin el opio -y sin el alcohol-, Allan Poe no habría escrito sus mejores cuentos; sin la heroína, Janis Joplin, Jimi Hendrix y Jim Morrison no habrían alcanzado las maravillas de desgarrada emoción que nos estremecían al escuchar sus canciones. Las drogas eran para la música pop lo que había sido la absenta para la poesía de Verlaine o de Rubén Darío, el fuego del genio, la energía simultánea de las iluminaciones y la destrucción. En una canción de Lou Reed, Waiting for my man, la espera y la búsqueda del traficante se convertía para el adicto en un tormento parecido al de las incertidumbres del amor. En Madrid, creo que en 1980, Lou Reed se inyectó una dosis de heroína delante del público enaltecido de un concierto.

No quiero imaginar a qué lapidación pública se habría arriesgado entonces quien hubiera tenido el valor, o la simple decencia, de afirmar que aquella exhibición era una salvajada. Eran los tiempos en que una parte de la clase intelectual española había descubierto el romanticismo de las drogas y de la delincuencia, así como las virtudes del trasnoche alcohólico. Para ser alguien no bastaba con escribir o pintar o dirigir películas: para ser alguien de verdad había que emborracharse cada noche con una perfecta regularidad funcionarial, divagando hasta la madrugada, con un progresivo espesor en la lengua y un radicalismo a cada minuto más feroz en las opiniones y en los ademanes. Las noches cultas de las ciudades estaban pobladas de profetas, de iluminados y de genios que conversaban sin oírse, y que tampoco se veían con claridad los unos a los otros, por culpa de las turbiedades del alcohol y del humo, pero casi todos eran genios de la botella, y a la mañana siguiente se despertaban con resaca y sin recordar ninguna de las genialidades que habían dicho, y dejaban ya para otro día el comienzo del cuadro, la película o la novela genial sobre la que habían estado disertando la noche anterior.

Del hecho evidente de que Faulkner y Scott Fitzgerald fueron grandes novelistas alcohólicos se deducía absurdamente que para ser novelista había que ser alcohólico: por los bares nocturnos suelen deambular zombies que lograron la maestría en lo segundo, sin aproximarse a lo primero ni de lejos. La adicción a la heroína de Lou Reed o Eric Clapton parecía no una desgracia que estuvo a punto de destruirlos a los dos, sino una prueba de las virtudes creativas que la heroína despertaba. Charlie Parker y Billie Holiday habían sido notoriamente borrachos y yonquis: el cadáver hinchado de Parker, muerto a los 35 años, parecía el de un viejo cuando le hicieron la autopsia. ¿No era su muerte prematura, su destrucción anticipada, el testimonio definitivo de su genio, de su superioridad sobre quienes vivieron y siguieron tocando muchos más años que él?

Casi al final de su vida, Charlie Parker oía con horror a muchos jóvenes músicos que le confesaban haberse hecho heroinómanos por una voluntad apasionada de parecerse lo más posible a él. El gran Dizzy Gillespie, que fue su amigo y su cómplice y cuyo talento en modo alguno era inferior al de Parker, montaba en cólera cada vez que alguien reiteraba en su presencia el romanticismo insalubre del alcohol y de las drogas: a los setenta y tan tos años, Dizzy era un hombre laborioso y jovial que tocaba la trompeta con energía espléndida casi todas las noches, y que llevaba su vida entera desmintiendo, con sus palabras y su música, la leyenda sórdida de la alianza entre la heroína, el alcohol y el jazz. Por supuesto que Billie Holiday se inyectaba cualquier cosa y bebía hasta derrumbarse: pero si no lo hubiera hecho, su voz no habría sido tan patética en los últimos discos, tan rota y lamentable como esas últimas fotografías que alimentan devociones morbosas, cuando sólo debería despertar la piedad que merece todo enfermo muy grave.

Parece, sin embargo, que al gunos lugares comunes son indestructibles. Ahora, Clapton y Reed vuelven convertidos en hombres maduros, aseados y serenos, ya que tuvieron la voluntad o el dinero necesarios para salvarse de los infiernos donde otros sucumbieron. Ahora la heroína es una rutina ria y sucia danza de la muerte que pudre las zonas de sombra de las ciudades, y el alcohol una epidemia salvaje que deja un rastro de vómitos y de adolescentes tirados por las aceras cada fin de semana. Pero yo observo que algunos literatos vuelven a esgrimir la borrachera como un rasgo de talento y de audacia, y que en los elogios póstumos de ese cantante que acaba de suicidarse, la heroína casi adquiere otra vez su desacreditada belleza de signo del martirio. En una fotografía en color y a toda página, este periódico muestra a Kurt Cobain disfrazado de mendigo borra cho, con las rodillas flojas y una botella en la mano, envuelto en harapos que supongo de lujo: si ésta es la clase de nuevo heroísmo que se nos avecina, los yonquis que uno ve deambular como muertos vivientes, y los adolescentes que se intoxican con ginebra de garrafa y vino peleón en tetrabrik las noches de los viernes, no atestiguan un desastre contra el que nadie hace nada, sino la pujanza de nuestra vitalidad cultural.

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