La hora de la verdad
DURANTE AÑOS, la actitud del partido del Gobierno frente a la corrupción ha consistido en intentar ganar tiempo: aplazar el desenlace. Ha recurrido para ello a doctrinas dudosas y a prácticas obstruccionistas. Ahora se encuentra con que, por una parte, esa combinación ha alentado conductas que han acabado afectando al corazón mismo del Estado; por otra, que la gravedad de los casos que están sobre la mesa hace impensables nuevos aplazamientos. Es, pues, la hora de la verdad: de decirla y de cumplirla. El debate so bre el estado de la nación es la última oportunidad del Gobierno de responder a esa doble expectativa. Ganar tiempo: no otra cosa perseguía la línea que va de la negación de la evidencia a la doctrina según, la cual sólo es sancionable aquello que los jueces consideran delito probado. Cuando esa vía resultó insuficiente, ante la presión de una opinión pública cada vez más irritada, se recurrió al obstruccionismo. Un momento clave para todo lo que vendría después fue aquel en que el PSOE se opuso a la creación de una comisión de investigación sobre el caso Naseiro -red de extorsión para la financiación del PP- a fin de no crear un precedente aplicable al caso Juan Guerra. El siguiente paso fue una política de nombramientos e influencia en las instituciones destinada a ocultar los escándalos o a dificultar su esclarecimiento: un fiscal general controlable, incluso corriendo el riesgo de la impugnación por no reunir las condiciones exigidas para el cargo; un Tribunal de Cuentas que garantice que no podrá investigar lo que no conviene que sea investigado.
En junio, el electorado otorgó una tregua a los socialistas. Esa tregua era temporal. Episodios como el asalto al Gobierno regional de Aragón demostraron que algunos de los buenos propósitos en materia de transfuguismo se quedaban en meras palabras. Y Aunque la simultaneidad de los casos de Roldán y Rubio parece haber abierto los ojos de algunos socialistas, su actitud respecto al candidato a defensor del pueblo revela que ni siquiera eso es seguro. En todo caso, en las palabras escuchadas estos días parece haber una rectificación respecto a la corrupción. Ya no se niega la evidencia amparándose en un supuesto derecho a mentir, ni se sostiene que todo queda en suspenso hasta que exista una sentencia firme. Pero a estas alturas esas palabras no bastan para restituir la credibilidad. La gente está tan, escamada, tan desmoralizada, que ya no cree nada bajo palabra. Espera que alguien dé la cara, que reconozca su negligencia, que se haga responsable.
Ello remite a la cuestión de las dimisiones. El socialista Rodríguez Ibarra reclama la del portavoz del Grupo Socialista, Carlos Solchaga, por haber avalado, cuando era ministro de Economía, la honestidad de Mariano Rubio. El popular Ruiz Gallardón, por su parte, ha solicitado la dimisión de Felipe González, por considerarle responsable "del clima moral que ha permitido la corrupción".
El principio que hace al de arriba responsable de cualquier actuación de quienes están a sus órdenes conduce al absurdo si se aplica de manera indiscriminada: nadie podría dirigir nada (ni la Renfe ni el Gobierno) bajo una tal presión. Ello conduciría además a diluir las responsabilidades concretas de los individuos respecto a sus actos. Para aplicar el principio sería necesario demostrar que existe un vínculo entre el comportamiento irregular y la actitud, por acción u omisión, del superior jerárquico en relación a ese comportamiento, sin que pueda ser motivo de exculpación el desconocimiento cuando éste es fruto de la negligencia: de la deliberada voluntad de mirar para otro lado. La duda surge precisamente a la hora de considerar hasta qué punto ése es el caso de la no detección de la utilización fraudulenta de contratos del Estado o, incluso de fondos reservados para el enriquecimiento personal de Luis Roldán. Y, en el caso Rubio, de la oposición del Gobierno a la creación de una comisión de investigación sobre el asunto Ibercorp, pese a los indicios de irregularidades.
Todo depende, así pues, de la actitud que el martes adopte el Gobierno, y en su nombre el presidente: de que sea capaz de reconocer que era él, y no sus críticos, quien erraba respecto a la intensidad y gravedad de la corrupción, y de ofrecer un programa que recorra a la inversa el camino que ha llevado a donde hoy estamos: renuncia al obstruccionismo y compromiso firme de supeditación de los intereses del partido a los del sistema. Si no es capaz de responder a esta expectativa, será el momento de plantear dimisiones. Pues el objetivo máximo del momento es evitar que la desafección de la ciudadanía al Gobierno se transforme en deslegitimación del sistema político en su conjunto.
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