Miedo
Un accidente de tráfico horrible hubo en el paseo de la Castellana hace pocos días. Ocurrida la brutal colisión entre dos coches, uno quedó partido por gala el otro hecho astillas. La densa circulación de aquella hora se detuvo de súbito con escandaloso chirriar de frenos y ruedas rastrando lajas de caucho sobre el asfalto; los conductores capaces de entibiar la sangre que se les había helado en las venas, corrieron en auxilio de las víctimas; los transeúntes se arremolinaron y arrimaban el hombro; llegaron vehículos de la policía centelleando faros, ambulancias ululando sirenas, hasta un camión de bomberos arribó allí para abrir las entrañas retorcidas de los coches accidentados que atrapaban cuerpos rotos, exánimes, quizá sin vida.Entre la confusión de los primeros momentos, entre las crispaciones, los ayes y los trajines con que se efectuaban las tareas de salvamento, lo que había, sobre todo, era miedo. Había, en realidad, terror, por que una tragedia de semejante naturaleza siempre sobrecoge el ánimo. Pero, además, quienes se afanaban en torno eran conscientes de que les podría haber ocurrido lo mismo en cualquiera de los muchos instantes cruciales que se producen durante la conducción de los automóviles; y si salieron del trance con bien fue porque hubo suerte, y sólo eso.
La Dirección General de Tráfico difunde una campaña de prevención de accidentes fundamentada en el miedo, y está siendo muy discutida. Muchas opiniones coinciden en que no se puede salir atemorizado a la carretera y el Partido Popular propone, incluso, que se sustituya la campaña por otra más racional y educativa.
Habrán de indicar, sin embargo, con qué argumentos. Pues no hay razones éticas, ni morales, ni religiosas que guarden relación alguna con el coche, la velocidad y la carretera. Conducir automóviles recién salidos de fábrica o cayéndose de viejos; circular a la velocidad del rayo o pisando huevos; adelantar donde las señales de tráfico lo permiten o cuando a uno le de la gana, no lo recomendarían ni lo condenarían la religión, la moral y la ética, si no fuera porque de esos actos dependen vidas humanas. Matar y morir es la consecuencia que acarrea conducir sin mesura ni tino un mal coche. Luego ese es el único mensaje válido -y sincero-, para prevenir accidentes: usted puede matar; usted puede morir. A fin de cuentas, la mejor forma de preservar la vida- es temer la muerte.
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