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EE UU busca su papel en el mundo

La confusa política exterior de Clinton reactiva el debate entre idealismo y pragmatismo en la diplomacia estadounidense

Antonio Caño

La política exterior norteamericana es el resultado de la tensión permanente entre el pragmatismo que propicia la defensa de los intereses Inmediatos y exclusivos de Estados Unidos y el idealismo que busca la promoción de los valores de esta sociedad más allá de sus propias fronteras. Ese debate, con ventaja de uno u otro lado en función del ocupante de la Casa Blanca, vuelve a surgir cuando se trata de analizar la confusa política exterior del presidente Bill Clinton, que nunca acaba de resolver la duda hamletiana entre su deber histórico como líder de la mayor democracia del mundo y sus necesidades como dirigente de una potencia con intereses, militares, políticos y económicos de corto plazo. A ese debate ha hecho ahora una aportación fundamental el ex secretario de Estado Henry Kissinger con su libro Diplomacy, en el que analiza las relaciones exteriores de Occidente desde Richelieu hasta George Bush y en el que expone la oscilante trayectoria seguida por EE UU entre el pragmatismo y el idealismo.

Henry Kissinger sostiene que el ingrediente de idealismo, de la inocencia en grado extremo, si se quiere, es un elemento fundamental sin el que no se puede entender la política exterior de Estados Unidos. En un reciente artículo publicado por el propio Kissinger, el viejo artista de la diplomacia' afirma lo siguiente: "La motivación fundamental por los derechos humanos se mantiene profundamente arraigada en las tradiciones norteamericanas. Ninguna otra nación ha sido tan explícitamente fundada para reivindicar la libertad o para ser poblada tan extensamente por refugiados. Las demás naciones deben tener seriamente en cuenta que para la mayoría de los norteamericanos los intereses nacionales no pueden ser separados de la preocupación por los derechos humanos".

Según Kissinger, esa tradición ha hecho aparecer muchas veces a los dirigentes norteamericanos como incapaces de entender la letra pequeña de las relaciones exteriores, y su política, excesivamente suave para el gusto europeo. Al mismo tiempo, en Estados Unidos se tiende a entender la política europea como un ejercicio de sangre fría, refinamiento y cinismo.

De acuerdo con esta teoría, que supera ampliamente la barrera de las diferencias ideológicas, las políticas de Woodroow Wilson, John Kennedy o Ronald Reagan estuvieron movidas por un idealismo rayano en el voluntarismo, mientras que las administraciones de Theodore Roosevelt, Richard Nixon o Bill Clinton incorporaron orientaciones de mayor racionalismo y fueron más sensibles a los intereses particulares.

Estas diferencias no siempre se han traducido en mayor o menor presencia internacional de EE UU. Tanto Roosevelt como Wilson propiciaron la intervención norteamericana en los asuntos internacionales, aunque mientras el primero lo hacía en pro de un balance de poder que beneficiara a los estadounidenses, Wilson justificó la actuación exterior de su Gobierno por intereses casi exclusivamente altruistas. Nixon, un pragmático de perfil europeo, profundizó la. guerra de Vietnam por puras necesidades tácticas, y Reagan, un visionario del conservadurismo, desarrolló una gran actividad diplomática y militar en defensa de su particular concepción de la libertad. La gestión de George Bush, por su parte, es una mezcla del idealista que concibió el nuevo orden internacional y el pragmático que combatió en la guerra del Golfo por entender que la desestabilización de la principal región petrolera del mundo afectaba gravemente a los intereses norteamericanos.

Una vez establecido el principio de que el idealismo es un ingrediente decisivo en la política estadounidense, Henry Kissinger considera que los gobernantes de este país se enfrentan a diario con un dilema entre dos caminos diferentes para defender ese principio: "El primero es que Estados Unidos sirve mejor sus valores perfeccionando su propia democracia, actuando como un faro para el resto de la humanidad; el segundo es que los valores norteamericanos imponen la obligación de hacer cruzada por ellos en todo el mundo".

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Cada Administración norteamericana ha tenido problemas para escoger entre esos dos caminos, y muchas veces los han combinado. El presidente Bush, por ejemplo, extendió su cruzada a Panamá, pero la detuvo en Nicaragua y en El Salvador. El presidente Clinton. tampoco ha resuelto del todo esa disyuntiva, pues mientras su corazón liberal le lleva al idealismo, su instinto político le recomienda el aislacionismo. Por el momento, su comportamiento en las principales crisis que ha tenido que atender se ha inclinado hacia esta última corriente. Tanto en Haití como en Somalia o en Bosnia, después de fallidos intentos intervencionistas, Clinton redujo el papel de Estados Unidos al de, como máximo, uno más de los países implicados en esos conflictos. Clinton se ha mostrado hasta ahora como un promotor de las organizaciones internacionales, de las soluciones multilaterales. Habla como un convencido de que lo mejor que Estados Unidos puede hacer por el mundo en estos momentos es robustecerse internamente para desarrollar su papel internacional en mejores condiciones.

Pero todo ello no convierte automáticamente a esta Administración en un Gobierno aislacionista. Las tensiones tradicionales de la política exterior norteamericana subsisten, como se ha demostrado en la larga polémica establecida en este país, Incluso dentro de la propia Administración, entre quienes pretenden actuar en Bosnia únicamente en función de lo que EE UU se juega allí ahora y los que creen que es urgente intervenir -con los riesgos que sea necesario, como decía Kennedy- para defender su concepción de la libertad y de los derechos humanos.

Ese conflicto se reproduce ahora mismo en las relaciones con China, tal vez las de mayor importancia estratégica para Estados Unidos en la actualidad. Nuevamente, dos polos opuestos del pensamiento norteamericano abogan, respectivamente, por la defensa a ultranza de los derechos humanos en China o por renunciar a ese principio a cambio de la penetración en ese sugestivo mercado de más de 1.000 millones de personas.

La salida en el caso chino, como el propio Kissinger sugiere, puede ser un camino intermedio entre la presión económica total y la renuncia total a obtener mejoras en la política de derechos humanos. En la solución que se encuentre se tendrán en cuenta, sin duda, los intereses de los exportadores norteamericanos ansiosos de mercados, pero, probablemente, sería un error de los chinos y de todos los que se vean en una posición similar en el futuro dar por descontado que el idealismo de la política exterior de EE UU es concepto reservado para los grandes discursos.

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