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Más allá del libro electrónico

A la vuelta de tantos augurios apocalípticos, el libro y la escritura siguen vivos. No hay duda del imperio de la imagen, pero tampoco debería haberla sobre otro hecho notorio: nuestra civilización lo es cada vez más de la escritura. Cierto que ha mediado un cambio esencial: su producción electrónica. El nuevo soporte informático (la escritura ha tenido otros antes del papel: las tablillas, el papiro, el pergamino, etcétera) va a producir, está ya produciendo, transformaciones sustanciales. La más destacada es la vuelta del libro a sus orígenes, es decir, a la transmisión de literatura, en el sentido más amplio del término, esto es, de sabiduría. Todo un vasto sector de la producción libraria, el que abarca los saberes técnicos, está a punto de abandonar el canal del libro impreso, gutemberguiano. Las enciclopedias del signo más diverso y todos los títulos de orden instrumental, técnico, se hallan destinados a su reconversión en discos ópticos, cuya comercialización ya ha comenzado. El libro electrónico es una acuciante realidad.Ciudadanos de una civilización de la imagen, pero también de la escritura, pasaremos más tiempo delante de la pantalla viendo palabras que contemplando imágenes, aunque esas palabras deberemos leerlas a velocidad considerable. Umberto Eco ha señalado que el alfabeto electrónico nos habitúa a ver el mundo a través de fórmulas sin alma, bien distantes de las grandes ceremonias verbales de los clásicos. Algunos consideran demasiado trágica la perspectiva del escritor italiano. No lo creo yo así: el proceso de depauperación del lenguaje en las sociedades posindustriales puede, efectivamente, acelerarse. El ordenador transforma las ideas en palabras a un ritmo muy superior al de la escritura manual o mecánica, con la consiguiente falta de sedimentación del pensamiento y su débil estructuración. El alfabeto electrónico lleva, o puede llevar, hasta sus últimas consecuencias la instrumentalización del lenguaje articulado, asociado cada vez más a los lenguajes logarítmicos o algebraicos. No se lee de la misma manera un texto sobre el papel que sobre la pantalla. Es una faceta diversa de la lectura o un acto, si se quiere, de otra naturaleza: el texto electrónico informa; el impreso da acceso al conocimiento.

Son enormes las consecuencias que para la literatura -hablo ahora en sentido estricto- se derivan de todo esto, para su creación y para su recepción. El escritor tiene hoy más cerca que nunca la posibilidad de la escritura automática, la liberación del lenguaje, la asociación arbitraria de las palabras. Y puede ver realizado un sueño de siglos: el texto corregido hasta la (im)posible perfección. Uno tiene derecho a imaginarse a Juan Ramón Jiménez enchufado al ordenador depurando una y otra vez sus poemas, viviendo en la incesante metamorfosis (con esdrújulo, por favor, como JRJ quería), en la prodigiosa transformación. El martirio de los manuscritos, aquella necesidad urgente de secretario que padecía Lorca, es ya cosa del ayer.

El ordenador ha cambiado en términos sustanciales la infraestructura productiva del escritor. Parece que han pasado siglos desde que González Ruano pedía recado de escribir en el café. Hay todavía quienes se niegan a emplear el ordenador y siguen uncidos a la cuartilla o a la máquina de escribir, que en su momento fue también revolucionaria. La historia acabará arrumbándolos, aunque no podrá arrumbar algo esencial: la relación entre palabra y pensamiento que debe presidir la escritura artística o meramente reflexiva. Es una realidad que la velocidad de la palabra electrónica conspira contra esa relación y bombardea la fértil soledad de la página en blanco. El ordenador alimenta insidiosos enemigos: la visualidad de la pantalla y la supresión de las tachaduras crean la ilusión del texto perfecto, un texto que se ve más que se lee. Impura ilusión: confrontado a la realidad de la impresión, el escrito manifiesta lagunas e insuficiencias: de orden sintáctico, de desvertebración formal.

Los manuales de estilo de los periódicos resbalan sobre la cuestión, que dista de ser leve para los periodistas, quienes han visto alterada su actividad de modo radical, más incluso que los escritores, porque trabajan en condiciones muy distintas, bajo la ley del cierre. La eficacia del ordenador puede ser mortal -hay que decirlo así- contra el idioma, contra su uso razonable. (Lo razonable, aclaro, no es siempre la norma académica.) Pero el escritor -volvamos a la literatura- que prescinda de la fría, dolorosa, revisión a mano de sus originales está condenado sin remedio a la mediocridad. La palabra creadora necesita del silencio, de la reflexión, del alto amor que en la palabra se consuma, y eso sólo lo da el papel o sólo a través de él se alcanza.

Parece remota la ruina del libro impreso. Lectores -lectores de literatura- va a seguir habiéndolos, aunque el sueño enciclopedista de un mundo ilustrado por el libro se antoja hoy más lejano que ayer. La lectura padece un inocultable descrédito social: ésa es la amenaza, no la imagen ni, ya se ve, la falta de escritura. Homero, Shakespeare o Cervantes tienen para muchos menos autoridad que cualquier afamado comunicador. Pero no seamos gratuitamente sombríos: la literatura nunca fue de mayorías, y tampoco lo será en el futuro. Los folletines del XIX eran los culebrones de entonces y también tenían mucho éxito, aunque entre ellos y Goethe no existía ninguna concordancia. La llamada literatura oral -el folclor, en el sentido genuino del término-, que sí fue mayoritaria, comenzó a desaparecer con el advenimiento del libro, hace cinco siglos. La educación literaria de las mayorías no ha existido nunca. Las educadas han sido las castas militares, nobiliarias o políticas.

De la crisis va a surgir un lector mucho más limpio, mucho más profesional, y de ahí sólo ventajas se desprenderán para el creador puro -los escribidores pueden ir pensando en cambiar de profesión- Pues ese lector riguroso, el que le pide a un libro que le entregue el mundo, el que descree de la objetividad de la imagen y abomina de los seriales televisivos y de la exhibición de los cuernos, las sangres y las desvergüenzas, aunque ama el cine de John Ford y el de Dreyer y el de Lubitsch y el de tantos otros, va a encontrarse ante la posibilidad de consumir literatura químicamente pura, sin hipotecas a la imagen ni a la información y con una plenitud de sentido que únicamente ella es capaz de postular. Porque vivirá en un universo mucho más hostil, la literatura podrá cumplir a fondo la función de restablecer la confianza en el lenguaje, de recuperar la adhesión a esa palabra que lleva dentro de sus senos sonoros las huellas de los dioses originarios. La palabra: el logos o verbo del que vienen hablando los libros mayores desde hace ya muchos siglos.

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